Evangelio de hoy nos trae
unas palabras un tanto extrañas de Jesús a sus discípulos. Jesús anuncia,
parece ser, unos acontecimientos terribles. Si lo que dice Jesús se cumpliera,
tendríamos que decir que es el fin de este mundo que conocemos y en el que vivimos.
Y con el fin del mundo vendría el final también de esta vida nuestra. No se
puede interpretar de otra forma la afirmación de que el sol no dará más luz y
de que las estrellas caerán del cielo sobre la tierra. Es el anuncio del
desastre final. Más de una película se ha hecho en los últimos años
describiendo ese final horrible del mundo y de la vida que contiene.
Pero no
conviene leer sólo el Evangelio. El Evangelio hay que leerlo siempre en
conexión con las otras lecturas que la Iglesia ofrece a nuestra reflexión cada
domingo. Así en la primera lectura, tomada del libro del profeta Daniel, se
anuncian también “tiempos difíciles”. Pero a renglón seguido se dice que van a
ser tiempos de salvación para el pueblo. Ese desastre final no va a ser
desastre para todos. Unos, los inscritos en el libro, se salvarán para la vida
eterna. Otros para el castigo eterno. Aquí ya parece que ese final terrible no
es igual de terrible para todos. Es más, para el pueblo en cuanto tal va a
suponer la salvación definitiva.
La segunda
lectura ofrece la clave para interpretar lo leído. La carta a los hebreos hace
una comparación entre los sacrificios de los sacerdotes de otras religiones y
el ofrecido por Cristo, es decir, su propia vida. Dice que los sacerdotes de
esas religiones tienen que ofrecer muchos sacrificios porque, como no pueden
alcanzar el perdón de los pecados, continuamente se ven obligados a tratar de
aplacar a Dios por las ofensas causadas por los pecados de los hombres. Pero
Cristo, el sumo sacerdote de la nueva alianza, ofreció un único sacrificio, su
vida, por nuestra salvación. Con él nos consiguió el perdón de los pecados.
Termina la lectura afirmando que “donde hay perdón, no hay ofrenda por los
pecados”. Atención a esa frase. Deja claro que en la nueva alianza que Jesús ha
sellado con su sangre, se nos ha otorgado el perdón. Hemos vuelto a ser
acogidos como hijos por Dios Padre. Lo que nunca habíamos dejado de ser. Aquel
Dios vengador y justiciero de que hablaba el Antiguo Testamento no es real.
Cuando nos ha mostrado su rostro en Jesús, hemos visto que es el de un padre
que perdona y acoge.
Este mundo
pasa. Nuestra vida tiene un final. Eso es así y no lo vamos a cambiar. El fin
del mundo y el fin de mi vida llegarán algún día. Probablemente antes lo
segundo que lo primero. Lo importante es saber que acogidos al perdón de Dios
que se nos ofrece en Cristo, podemos acceder a la nueva vida, estamos salvados.
Esa es nuestra fe. No hay, pues razón para temer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario