El evangelio de este domingo es la continuación de lo que se nos narraba el domingo pasado sobre la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo. Las cosas cambian mucho desde aquella confesión de fe, aunque el texto del evangelio las presenta sin solución de continuidad. Jesús comienza a anunciar lo que le lleva a Jerusalén y la previsión de lo que allí ha de suceder.
Pedro,
como los otros discípulos, no estaba de acuerdo con Jesús, porque un Mesías no
debía sufrir, según lo que siempre se había enseñado en las tradiciones judías;
eso desmontaba su visión mesiánica. Entonces recibe de Jesús uno de los
reproches más duros que hay en el evangelio: el Señor quiere decirle que tiene
la misma mentalidad de los hombres, de la teología de siempre, pero no piensa
como Dios. Y entonces Jesús mirando a los que le siguen les habla de la cruz,
de nuestra propia cruz, la de nuestra vida, la de nuestras miserias, que
debemos saber llevarla, como él lleva su cruz de ser profeta del Reino hasta
las última consecuencias. No es una llamada al sufrimiento ciego, sino al
seguimiento verdadero, el que da identidad a los que no se acomodan a los
criterios de este mundo.
Pedro
quiere corregir al profeta con un mesianismo fácil, nacionalista, tradicional,
religiosamente cómodo. Y Jesús le exige que se comporte como verdadero
discípulo. “Ponte detrás de mí, Satanás! porque tú piensas como los hombres, no
como Dios». En la mentalidad de la época Satanás representa lo contrario del
proyecto de Dios, el Reino, predicado por Jesús, que es, a su vez, causa de su
vida y de su entrega.
Jesús,
en nombre de Dios, quiere llevar la iniciativa de su vida, de su entrega y
caminar hasta Jerusalén. Y eso es lo que pide también a sus discípulos:
seguirle y que tomen la iniciativa de su propia vida. No es la cruz de Jesús la
que hay que llevar, sino nuestra propia cruz. Jesús está decidido a llevar la
“cruz” del Reino de Dios como causa liberadora para el mundo. Pedro, y todos
nosotros, estamos invitados a asumir “nuestra cruz” en este proceso de
identificación con la vida y la causa de Jesús.
La
identificación, en el texto, entre cruz y vida personal es indiscutible. La
cruz es signo de lo ignominioso y de crueldad para los hombres. Pero desde una
perspectiva de “martirio”, de radicalidad y de consecuencia de vida, la cruz es
el signo de la libertad suprema. Lo fue para Jesús en su causa de Dios y de su
Reino y los es para el cristiano en su opción evangélica y sus consecuencias de
vida. Y muchas veces, nuestra vida, es una cruz, sin duda. Pero se ha de aseverar
con firmeza que la vida cristiana no es estar llamados a
"sacrificarse" tal como se entiende ordinariamente, sino a ser
felices en nuestra propia vida, que es un don de Dios y como tal hay que
aceptarla. El ideal supremo es amar la vida como don de Dios y llevarla a
plenitud. Pero por medio “está siempre Satanás” (expresión mítica, sin duda)
que nos aleja del don de la vida verdadera.
Fray
Miguel de Burgos Núñez
FELIZ DOMINGO