domingo, 28 de julio de 2019

DOMINGO XVII DEL ORDINARIO "ENSÉÑANOS A REZAR"


El evangelio de Lucas nos ofrece hoy uno de los pasajes más bellos y entrañables de ese caminar con Jesús y de la actitud del discipulado cristiano. En Lucas, el Padrenuestro se halla dentro del marco de un catecismo sobre la oración. Está dividido en cuatro partes y abarca: la petición «¡Enséñanos a orar!», juntamente con el Padrenuestro; la parábola del amigo que viene a pedir, y que Lucas entiende como exhortación a ser constantes en la oración; una invitación a orar y la imagen del padre generoso, que es una invitación a tener confianza en que se nos va a escuchar.

Cuando Jesús está orando, los discípulos quieren aprender. Sienten que Jesús se transforma. Jesús, en el evangelio de Lucas, ora muy frecuentemente. No se trata simplemente de un arma secreta de Jesús, sino de una necesidad que tiene como hombre de estar en contacto muy personal con Dios, con Dios como Padre. Todos conocemos cuál es la oración de Jesús, y cómo esa oración no se la guarda para sí, sino que la comunica a los suyos. Por lo mismo, la predicación de Jesús ha de revelar el sentido del Padrenuestro. Este es el primer fundamento en que se basa la explicación que se ha de dar. Sólo el que vive en el Espíritu de Jesús, quiere decir Lucas, sabrá rezar el Padrenuestro con el espíritu de Jesús. Y sólo sabrá rezarlo quien sepa escuchar primeramente la predicación de Jesús.

Debemos notar que el Padre es "la oración específica del discípulo de Jesús", ya que Lucas nos dice con claridad que los discípulos se lo han pedido y él les ha enseñado. Y los discípulos se lo pidieron para que ellos también tuvieran una oración que los identificara ante los demás grupos religiosos que existían. En consecuencia, es una oración destinada para aquellos que "buscaron" el Reino de Dios, con plena entrega de vida; para aquellos que convirtieron el Reino de Dios en el contenido exclusivo de su vida. Pues cuando Jesús nos enseña cómo y qué es lo que hemos de orar, entonces nos está enseñando implícitamente cómo deberíamos ser y vivir, para poder orar de esta manera.

¿Qué significa Padre (Abba)? No es un nombre de tantos para designar a Dios, como ocurría en las plegarias judías. Era la expresión de los niños pequeños, con la significación genuina de "Padre querido". Así, pues, Jesús habla con Dios en una atmósfera de intimidad verdaderamente desacostumbrada. Y enseña a sus discípulos a hacer otro tanto. Toda la predicación de Jesús está confirmando esto mismo. Jesús, con palabras estimulantes, alienta a que los discípulos estén persuadidos previamente en la oración de una confianza sin límites. No se trata, pues, de un título más, frío o calculado, sino de la primera de las actitudes de la oración cristiana. Si no tenemos a Dios en nuestras manos, en nuestros brazos, como un padre o una madre, tienen a su pequeño, no entenderemos para qué vale orar a Dios.


domingo, 21 de julio de 2019

DOMINGO XVI DEL ORDINARIO "MARTA Y MARÍA"


El evangelio de Lucas nos presenta a Jesús, en su camino a Jerusalén, que hace una pausa en casa de Marta y María. Ya es sintomático que se nos describa esta escena en la que el Señor entra en casa de unas mujeres, lo que no podía ser bien visto en aquella sociedad judía. Pero el evangelista Lucas es el evangelista de la mujer y pone de manifiesto aquellos aspectos que deben ser tenidos en cuenta en la comunidad cristiana. Sin la cooperación de la mujer, el evangelio hubiera sido excluyente. Muchos pensaron que se trataba de defender la vida contemplativa respecto de la vida activa o apostólica. La polémica entre la vida activa y la vida contemplativa sería empequeñecer el mensaje de hoy, porque debemos armonizar las dos dimensiones en nuestra vida cristiana.

Lo que Lucas subraya con énfasis es la actitud de escuchar a Jesús, al Maestro, quien tiene lo más importante que comunicar. No quería decir Jesús que “un solo plato basta”, como algunos han entendido, sino que María estaba eligiendo lo mejor en ese momento que él las visita. Este episodio, todavía hoy, nos sugiere la importancia de la escucha de la Palabra de Dios, del evangelio, como la posibilidad alternativa a tantas cosas como se dicen, se proponen y se hacen en este mundo. Jesús es la palabra profética, crítica, radical, que llega a lo más hondo del corazón, para iluminar y liberar. Ya es sintomático, como hemos apuntado antes, el detalle que Lucas quiera poner de manifiesto el sentido del discipulado cristiano de una mujer en aquél ambiente.

Tampoco se debería juzgar que Marta es desprestigiada, ¡ni mucho menos!, ¡está llevando a cabo un servicio!, pero tiene que saber elegir. Muchas veces, actitudes contemplativas pueden ocultar ciertos egoísmos o inactividad de servicio que otros deben hacer por nosotros. Porque Jesús, camino de Jerusalén, ha pasado por su lado y es posible que en su afán no supiera, como María, que tenía que dejar huella en su vida. María se siente auténtica discípula de Jesús y se pone a escuchar como la única cosa importante en ese momento. Y de eso se trata, de ese ahora en que Dios, el Señor, pasa a nuestro lado, por nuestra vida y tenemos que acostumbrarnos a elegir lo más importante: escucharle, acogerle en lo que tiene que decir, dejando otras cosas para otros momentos. Lucas, sin duda, privilegia a María como oyente de la palabra y eso, en este momento de subida a Jerusalén, es casi decisivo para el evangelista. Se quiere subrayar cómo debemos, a veces, sumergirnos en los planes de Dios. De eso es de lo hablaba Jesús camino de Jerusalén (según Lucas) y María lo elige como la mejor parte. Marta… no ha podido desengancharse… y ahora debiera haberlo hecho.


domingo, 14 de julio de 2019

DOMINGO XV ORDINARIO "¿QUIEN ES MI PRÓJIMO?


En este domingo Jesús nos cuenta la parábola del buen samaritano, cuando va acompañado con sus discípulos de Cafarnaúm a Jerusalén. La narración tiene una intencionalidad: enseñarnos a identificar a nuestro prójimo, y como actuamos con él, especialmente si este se encuentra en situación de necesidad.

Los maestros de la Ley, también conocidos como escribas o legistas y llamados con el título de Rabbí eran varones judíos que por amor a Dios consagraban su vida al estudio, conservación, aplicación y transmisión de la Ley mosaica. Eran, por tanto, hombres muy instruidos en esta materia.

En el Evangelio de Lucas leemos que uno de estos maestros de la Ley «se levantó» para hacerle una pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?». Probablemente estaba sentado entre sus discípulos, escuchando a Jesús, su doctrina y enseñanza. Con esta pregunta, según anota el evangelista, el legista tenía la intención de probar a Jesús.
El Señor responde al experto en la Ley con otra pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley?” y responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo». El Señor entonces da por concluida la cuestión: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida eterna».

Quizá nos preguntamos por qué este hombre instruido hace una pregunta cuya respuesta es tan evidente y que él mismo ya conoce. El legista busca justificarse y justificar su pregunta planteando otra cuestión, al parecer bastante discutida entre los maestros de la Ley: «¿Quién es mi prójimo?». Los más radicales sostenían que sólo había que considerar como prójimos a los hijos de Abraham y herederos de la Alianza, mas no a los miembros de otros pueblos, como por ejemplo los samaritanos, quienes merecían más bien el odio y desprecio por parte de los judíos. Tampoco entrarían dentro de la categoría de “prójimos” los publicanos y las gentes de mala vida. Por tanto, el mandamiento del amor al prójimo no obligaría sino tan solo para con todo judío que no fuese un pecador público.

La respuesta del Señor vendrá mediante una parábola. La escena propuesta por el Señor se desarrolla en algún lugar del camino de Jerusalén a Jericó: un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó fue emboscado, asaltado y dejado medio muerto a la vera del camino.

El Señor no especifica si el hombre asaltado y malherido es un judío o no, por tanto, podría representar a cualquier persona. Sin embargo, al decir que venía de Jerusalén, nadie pensaría que se trataba de un samaritano, sino más bien de un judío, y que por lo tanto debía ser considerado como “prójimo” por los judíos.

El sacerdote y el levita que pasan por el camino son ambos judíos al servicio del Templo, hombres que pensaban que dedicándole sus vidas amaban a Dios por sobre todas las cosas. El Señor no ha podido escoger mejor a sus personajes para proponer su parábola. Un sacerdote y un levita, al ver al malherido, dan un rodeo y pasan de largo. ¿No era éste su prójimo? ¿No debía esperar de ellos compasión y auxilio? Es paradójico que sean justamente ellos, quienes se dedican al servicio de Dios, los que dan un rodeo y pasan de largo sin ofrecer auxilio alguno al prójimo malherido.

Más paradójico aún resulta que sea un samaritano quien se compadece de él y lo auxilia, dedicándole su tiempo y gastando todo lo necesario para ayudarlo en su recuperación. Recordemos que entre judíos y samaritanos había una fuerte hostilidad. Y es precisamente un samaritano el que, en vez de endurecer el corazón y pasar de largo, se conmueve ante el sufrimiento y abandono de aquel hombre.

Más que discutir a quién ayudar y a quién no, quién es el prójimo a quien hay que amar o quién no, la parábola es una invitación al legista y a todos sus discípulos a hacerse próximo de todos aquellos a quienes ve en necesidad, a no pasar de largo ante el sufrimiento ajeno, sino a vivir con todos la compasión y misericordia. Queda claro que para el Señor no cabe distinción alguna: todo ser humano debe ser considerado como prójimo, porque lo importante es saber hacerse prójimo de los demás, o lo que es lo mismo, prestar esa ayuda concreta y real que los otros están necesitando.

Y la verdad es que la «lista» de quienes necesitan que se les eche una mano es cada vez mayor. Pero nuestra fe cristiana sigue siendo una fe de esperanza, de valentía, de encarnación. Si tratamos de vivir así, seguro que nos estaremos haciendo prójimos.



domingo, 7 de julio de 2019

DOMINGO XIV ORDINARIO "VAYAN Y ANUNCIEN"


En el Evangelio de este Domingo el Señor Jesús designa «a otros setenta y dos» para enviarlos «por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él». Dice «otros» porque el Señor ya había enviado anteriormente a los doce Apóstoles en una misión semejante. Las instrucciones dadas tanto a los Apóstoles como a los setenta y dos son iguales. También lo es el contenido del anuncio: proclamar el Reino de Dios.

Al enviar a sus doce Apóstoles los instruyó a dirigirse no a los pueblos gentiles o samaritanos sino «a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Doce era el número de las tribus de Israel. Es un signo evidente de que la misión primaria de Jesús y la proclamación de su Evangelio se dirige en primer lugar al pueblo de Israel, porque a ellos había sido prometida la salvación por medio de los profetas.

¿Y por qué el Señor en un segundo momento envió a setenta y dos discípulos? En este caso el número elegido por el Señor significa la totalidad de las naciones de la tierra. El origen de esta relación la encontramos en el capítulo diez del Génesis. Allí se dice que cada uno de los hijos de Sem, Cam y Jafet, hijos a su vez de Noé, dio origen a una nación de la tierra.

Según la versión de los Setenta, antigua traducción de la Escritura hebrea al griego, conocida y utilizada por el Señor Jesús y los Apóstoles, el número de estos hijos era de setenta y dos. El envío de setenta y dos discípulos significa por lo mismo que el anuncio del Reino de Dios se dirige ya no sólo a Israel sino también a todas las naciones de la tierra, y es por tanto universal.

Los envió el Señor delante de sí, «a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él». La misión de estos discípulos es la de preparar el camino, disponer los corazones para el encuentro pleno con el Señor Jesús. Para demostrar la verdad de su anuncio el Señor les confiere el poder de curar enfermos, arrojar demonios y hasta resucitar muertos. Por Él son revestidos de autoridad, para actuar en su Nombre.

Antes de ponerse en marcha el Señor les advierte que no siempre serán bien recibidos. Él los envía «como corderos en medio de lobos». Mediante esta comparación los prepara para encarar la extrema hostilidad y el rechazo de muchos.

Asimismo, les da instrucciones precisas: «No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no se detengan a saludar a nadie por el camino…». No saludar a nadie por el camino implica la urgencia del anuncio. En oriente el saludo entre caminantes podía prolongarse por horas, considerándose incluso un acto de buena educación. El enviado no tiene tiempo que perder, se ve urgido a dedicar todo su tiempo al cumplimiento de la misión.

En caso de no ser acogidos por los habitantes de algún pueblo, debían sacudir públicamente el polvo de los pies. Ni siquiera el polvo de ese pueblo merecía ser llevado en sus pies, pues era el polvo de una tierra pagana, habitada por hombres que rechazan la salvación que Dios les ofrece, que rechazan a Dios mismo.

Finalmente, el Señor les especifica su misión: anunciar a todos el Reino de Dios.

El Evangelio relata también el retorno de los setenta y dos: éstos volvieron gozosos de su experiencia apostólica. Mas antes que alegrarse por la espectacularidad de los signos realizados, el Señor los invita a alegrarse de que sus nombres estén inscritos en el Cielo. No es el poder someter al demonio lo que debe ser causa de gozo, sino el hecho de estar destinados a participar de la vida y comunión divina gracias a la «nueva creación» que el Señor Jesús ha venido a realizar por su Cruz y Resurrección.