domingo, 27 de octubre de 2019

DOMINGO XXX DEL ORDINARIO "TEN COMPASIÓN DE ESTE PECADOR"


El texto del evangelio, que no es propiamente una parábola, del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar es un ejemplo típico de estas narraciones ejemplares en las que se usan dos personajes: el modelo y el antimoderno. Uno es un ejemplo de religiosidad judía y el otro un ejemplo de perversión para las tradiciones religiosas de su pueblo. Las actitudes de esta narración “intencionada” saltan a la vista: el fariseo está “de pie” orando; el publicano, alejado, humillado hasta el punto de no atreverse a levantar sus ojos. El fariseo invoca a Dios y da gracias de cómo es; el publicano invoca a Dios y pide misericordia y piedad.

¿Quién se puede gloriar ante Dios de que es justo? Pues el fariseo de la parábola lo hace sin el más mínimo rebozo. No tiene vergüenza para darle gracias a Dios porque no es como los demás. Se siente diferente. Pertenece a una clase mejor y más alta. Se siente justificado porque ayuna dos veces por semana y paga el diezmo de todo lo que tiene. Dicho en palabras más de nuestros días, porque va puntualmente a misa todos los domingos y contribuye generosamente a su iglesia (claro que dejando bien claro que él es el donante para que todos lo sepan). O porque cumple con todas las normas de la iglesia. No importa que sea un “cumplimiento”, un “cumplo y miento”. No importa el corazón. Lo que importa es que externamente cumple con las leyes. Es “oficialmente” un buen creyente. 

El publicano se sitúa en las antípodas. Es oficialmente un pecador. Todo el mundo lo sabe. Él también. No tiene nada que presentar ante Dios. Basta con recordar la forma como la gente le mira para imaginarse como Dios lo mira también. Pero va al templo. El publicano se sabe pecador y lo único que hace es pedir a Dios que le tenga compasión. 

La ceguera religiosa es a veces tan dura, que lo bueno es siempre malo para algunos y lo malo es siempre bueno. Lo bueno es lo que ellos hacen; lo malo lo que hacen los otros. ¿Por qué? Porque la religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y solamente se está viendo a sí mismo. Por el contrario, el publicano tendrá un verdadero diálogo con Dios, un diálogo personal donde descubre su “necesidad” perentoria y donde Dios se deja descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre. El fariseo, claramente, le está pasando factura a Dios. El publicano, por el contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita. Eso se han inventado como sucedáneo de la verdadera religiosidad del corazón.

El fariseo, en vez de confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el pecador; aquí hay un su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y no se atreve a levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí está la explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo. El pecador ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo, por el contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente. Éste extrae de su propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el publicano solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios. El fariseo, que no sabe encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca cambiará en sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no tiene nada contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios muchas razones para pensar bien de todos. El fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano ha hecho de la religión una necesidad de curación verdadera. Solamente dice una oración, en muy pocas palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La retahíla de cosas que el fariseo pronuncia en su plegaria han dejado su oración en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con Dios.

En la comunidad de Jesús todos somos hermanos. Todos estamos cubiertos por el inmenso amor de Dios. No hay razón para despreciar a nadie. Si alguien debe tener un lugar de privilegio ha de ser el pobre, el marginado, el pecador, aquel al que le ha tocado la peor parte en esta vida. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie, para entrar en su corazón y decir que es malo?


viernes, 25 de octubre de 2019

NUEVO RUCEIRO DE LA CAPILLA DE LOS LIÑARES


En el mes de junio del año pasado celebrábamos la instalación de un cruceiro en la Capilla de los Liñares donado por la familia Gil-Varela y que desgraciadamente en el mes de febrero de este año despertábamos con la noticia que había sido robado.

Este jueves pasado, hemos tenido la gran satisfacción de instalar un nuevo cruceiro, donado por una familia de la parroquia y que en una sencilla ceremonia fue bendecido por el Sr Obispo, acompañado por una pequeña representación de feligreses.

El cruceiro tallado en granito, montado por los maestros canteros Hermanos Sequeiros de Ponte da Lima, se compone de los siguientes elementos e inscripciones: Plataforma con tres pasos, Pedestal con grabaciones en cada una de las caras (ANNO DOMINI, MMXIX / IESUS CHRISTUS, SALVATOR MUNDI, SALVA NOS / NUESTRA SEÑORA DE LOS LIÑARES, RUEGA POR NOSOTROS / ARCÁNGEL SAN MIGUEL, DEFIÉNDENOS), Fuste gallonado que representa los Diez Mandamientos (en el mismo fuste están esculpidas las imágenes de San Miguel y Nuestra Señora de los Liñares), Capitel que da continuidad al fuste gallonado, Cruz de Malta donde está esculpida la imagen de Jesucristo Crucificado (Esta Cruz era de la Orden a la que pertenecía su Apóstol predilecto San Juan Evangelista). Todo el conjunto tiene unos cinco metros de altura. 

Durante la bendición del cruceiro el Sr Obispo nos dirigió unas emotivas palabras: 

Para mí es una alegría muy grande el estar aquí con vosotros esta tarde celebrando un acto tan hermoso como es bendecir este crucero aquí en esta entrada de esta capilla que tanto queréis y que tanto utilizáis para vuestra oración para vuestras celebraciones para cultivar vuestra y celebrar vuestra fe. 

Quiero en primer lugar agradecer a los donantes porque es un signo muy hermoso que en medio de la comunidad haya personas que tengan este gesto, que tienen esta fe.

Es curioso que hayan robado un crucero que estuvo aquí, y la falta de ese crucero traiga ahora este nuevo crucero, un nuevo regalo que esperemos que no lo lleven, porque en este mundo nada parece imposible, pero al mismo tiempo yo creo que tenemos en una tarde como hoy agradecer a vuestro párroco D. Benito que nos haya convocado aquí que hayamos tenido este encuentro y manifestar ante la parroquia que nos gusta esto y que lo tomamos en serio. 

Yo también quisiera deciros que este es un símbolo muy importante en esta ría preciosa, nuestra, con esta vista. Los niños que nazcan aquí en esta parroquia guardaran siempre y todos nosotros esta visión, pero yo quisiera deciros que los símbolos son muy importantes no es lo mismo que aquí tengamos un crucero, que tengamos una cosa que ofenda nuestros sentimientos y esto quiere decir que también en nuestras familias, en nuestras casas, en nuestras oficinas, tenemos que tratar también de tener símbolos de nuestra fe. Hoy hay un cierto miedo a manifestar la fe y creo que tenemos que empezar a ser normales, naturales, ni andar aquí presumiendo de nada, ni tampoco escapándose de nada. Este es un símbolo que nos define, es un símbolo de paz, no es un símbolo de agresión a nadie ni de ofensa a nadie, es el Señor muriendo en la cruz, un símbolo reconocido en el mundo entero, de una profunda espiritualidad, el centro de nuestra vida cristiana. Jesucristo muerto y resucitado. Eso fue lo que hicieron nuestros antepasados sembrando nuestros cruces de caminos con cruceros. El crucero es la imagen por excelencia de nuestro pueblo gallego y esto no debíamos olvidarlo nunca por eso hoy también hago una llamada para que todos los cruceros que hay por ahí por el entorno, que hay muchos, que se cuiden, que se preserven, que se mantengan como símbolos de una fe que un pueblo ha tenido de manera muy profunda y que sigue teniendo. 

Por tanto, agradezco a esta familia de nuevo su generosidad y esta idea de poner a Jesucristo aquí en nuestra capilla. Agradezco a D. Benito que nos ha convocado y a todos ustedes que han querido estar aquí. Es un momento que recordaremos siempre porque estos actos que son sencillos pero que llevan una hondura profunda en nuestra vida 

Que Dios nos bendiga y el crucero de aquí tiene esta expresión, bonita, preciosa: Jesucristo Salvador del Mundo Sálvanos. Pues que nos salve y que nosotros mantengamos nuestra adhesión a Él, a Jesucristo, y que cuando pasemos por ahí, lo miremos y digamos Jesucristo Sálvanos.”

Con esta ilusión acogemos este nuevo cruceiro esperando que nos dure muchos años, agradeciendo a la familia donante y también a la familia Gil-Varela su generosidad para esta parroquia. La Santísima Virgen de los Liñares os lo premiará. 

domingo, 20 de octubre de 2019

DOMINGO XXIX DEL ORDINARIO "¿ENCONTRARÁ ESA FE EN LA TIERRA?"


El evangelio de Lucas sigue mostrando su sensibilidad con los problemas de los pobres y los sencillos. En el Antiguo Testamento, las historias entre jueces y viudas, especialmente en los planteamientos de los profetas, se multiplican incesantemente. Son bien conocidos los jueces injustos y las viudas desvalidas. El mismo Lucas es el evangelista que más se ha permitido hablar de mujeres viudas en su evangelio. En lo que se refiere a la parábola que nos propone, no hay por qué pensar que se tratara de una viuda vieja. Eran muchas las que se quedaban solas en edad muy joven. Su futuro, pues, lo debían resolver luchando. Si a ello añadimos que la mujer no tenía posibilidades en aquella sociedad judía, entenderemos mejor los propósitos de Lucas.

Nos podemos preguntar: ¿quién es más importante aquí, el juez o la viuda? Por una parte, la mujer que no se atemoriza e insiste para que se le haga justicia. Pero también es verdad que este juez, a diferencia de los que se presentan en el Antiguo Testamento, llega a convencerse que esta mujer, con su insistencia, puede llegar a hacerle la vida muy incómoda o casi imposible. Lo hace desde sus armas: su palabra y su constancia o perseverancia; no usa métodos violentos, pero sí convicción de que tiene derechos a los que no puede renunciar. Por eso al final, sin convencimiento personal, el juez decide hacerle justicia. La comparación es más o menos como en la parábola del amigo inoportuno de medianoche: la perseverancia puede conseguir lo que parece imposible. Pero si eso lo hacen los hombres injustos, como el juez, ¿qué no hará Dios, el más justo de todos los seres, cuando se pide con perseverancia? Es esa perseverancia lo que mantiene la fe en este mundo hasta que sea consumada la historia.

Lo que busca la parábola, pues, es comparar al juez con Dios. El juez, en este caso, no representa simbólicamente a Dios, sería absurdo. Pero es de Dios de quien se quiere hablar como coprotagonista con la viuda. Indirectamente se hace una crítica de los que tienen en sus manos las leyes y las ponen al amparo de los poderosos e insaciables. De esto sabe mucho la historia. Dios, a diferencia del juez, es más padre que otra cosa; no tiene oficio de juez, ni ha estudiado una carrera, ni tiene unas leyes que cumplir a rajatabla. Dios es juez, si queremos, de nombre, pero es padre y tiene corazón. De esa manera se entiende que reaccionará de otra forma, más sensible a la actitud de confianza y perseverancia de los que le piden, y especialmente de los que han sido desposeídos de su dignidad, de su verdad y de su felicidad.

De esta parábola el Señor Jesús saca la siguiente conclusión: si aquel juez inicuo le hizo justicia a la viuda por su terca e insistente súplica, «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». Ante la tentación del desfallecimiento por una larga espera, ante las duras pruebas e injusticias sufridas día a día, los discípulos deben perseverar en la oración y en la súplica, con la certeza de que Dios «les hará justicia sin tardar» y les dará lo que en justicia les pertenece.

El Señor Jesús da a entender que la fidelidad de Dios y el cumplimiento de sus promesas están garantizados. La gran pregunta más bien es si los discípulos mantendrán la fe durante la espera y las pruebas que puedan sobrevenirles: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esa fe sobre la tierra?»

http://evangeliodominical.org/
https://www.dominicos.org/predicacion/homilia/20-10-2019/comentario-biblico/miguel-de-burgos-nunez/

domingo, 13 de octubre de 2019

DOMINGO XXVIII DEL ORDINARIO "TU FE TE HA SALVADO"


En el pueblo judío toda enfermedad de la piel, incluida la lepra, era llamada castigo o “azote de Dios” y era considerada como “impureza”. La lepra era entendida como un castigo recibido por el pecado cometido ya sea por el mismo leproso o por sus padres. Rechazado por Dios el leproso debía también ser rechazado por la comunidad. La Ley sentenciaba que todo leproso «llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: “¡Impuro, impuro!” Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada».

En su marcha a Jerusalén el Señor se encuentra a diez leprosos en las afueras de un pueblo. Estos leprosos, al ver a Jesús, en vez de gritar el prescrito “impuro, impuro”, le suplican a grandes voces: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Sin duda, la fama del Señor ha llegado a sus oídos. Han escuchado hablar de Él, de sus milagros, de sus curaciones. Se dirigen a Él como “Maestro”, es decir, como a un hombre de Dios que guarda la Ley y la enseña, como un hombre justo, venido de Dios. Al verlo venir, brilla en estos diez leprosos la esperanza de poder también ellos encontrar la salud, de verse liberados de este “castigo divino”, de verse purificados de sus pecados y de ser nuevamente acogidos en la comunidad.

Como respuesta a su súplica el Señor les dice: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Los sacerdotes, que tenían la función de examinar las enfermedades de la piel y declarar “impuro” al leproso, también debían declararlo “puro” en caso de curarse y autorizar su reintegración a la comunidad.

Confiando en el Señor se pusieron en marcha. Esperaban ser curados y poder presentarse “limpios” ante los sacerdotes. En algún punto del camino «quedaron limpios», es decir, curados no sólo de la lepra sino también purificados de sus pecados. Uno de ellos, al verse curado, de inmediato «se volvió alabando a Dios a grandes gritos». Los otros nueve debieron presentarse ante los sacerdotes según la indicación del Señor Jesús y según lo establecía la Ley.

El que volvió para presentarse ante el Señor y no ante los sacerdotes era un “extranjero”, un samaritano. Podemos suponer que los nueve restantes eran judíos. A pesar del odio que dividía a judíos y samaritanos, la desgracia común los había unido. La solidaridad había brotado en medio del dolor compartido.

Podemos preguntarnos: ¿Por qué parece reprochar el Señor a los que no vuelven, si Él mismo les había mandado presentarse ante los sacerdotes? ¿No estaban obedeciéndole acaso? ¿No podrían sentirse obligados por las mismas instrucciones del Señor? ¿Por qué habrían de volver a Él para dar gloria a Dios?

Podemos ensayar una respuesta: en los Evangelios los milagros del Señor Jesús son siempre signos o manifestaciones de su origen divino. El milagro obrado por Cristo revela e invita a reconocer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que se ha hecho hombre para salvar a su pueblo de sus pecados. En un primer momento los diez leprosos ven a Jesús como un Maestro, como un hombre santo. Tienen fe en Él y por eso obedecen a su mandato, hacen lo que Él les dice. Mas al verse milagrosamente curados, sólo uno se deja inundar por la experiencia sobrenatural, se abre al signo que lo lleva a reconocer en el Señor al Salvador del mundo. El samaritano reconoce la divinidad de Cristo, y por eso regresa para darle gracias como Dios que es, y se presenta ante quien es el Sumo Sacerdote por excelencia. Sólo a este samaritano, que lleno de gratitud se postra ante Él en gesto de adoración, le dice el Señor: «tu fe te ha salvado». La fe en el Señor Jesús no sólo es causa de su curación física, sino también de una curación más profunda: la del perdón de sus pecados, la de la reconciliación con Dios. Aquel samaritano creyó que la salvación venía por el Señor Jesús.

La ingratitud de los otros nueve consistiría en que, siendo judíos, miembros del pueblo elegido que esperaba al Mesías, a pesar de este signo no reconocen al Señor como aquel que les ha venido a traer no sólo la salud física, sino también la liberación del pecado y la muerte, la salvación y reconciliación con Dios.


domingo, 6 de octubre de 2019

DOMINGO XXVII DEL ORDINARIO "SEÑOR, AUMENTANOS LA FE"


De pequeños no decían que fe es “creer lo que no se ve”. Entonces, ¿cómo podían hablar los apóstoles de fe? ¿Cómo podían pedir a Jesús que les “aumentase la fe”? Ellos ya lo veían, lo tenían delante. No necesitaban la fe para creer que Jesús era Jesús. Además, le veían hacer milagros, escuchaban sus palabras. ¿Sería que no necesitaban la fe?

La realidad es muy diferente. La fe es precisamente “creer lo que no se ve”. Y los apóstoles no veían más allá de un hombre que hacía cosas extraordinarias, algunas de las cuales no eran capaces de entender. Le fe les invitaba a ir más allá, a experimentar la presencia de Dios en aquel hombre. Lo mismo pasa con las relaciones humanas. Podemos demostrar que dos y dos son cuatro, pero ¿cómo demostrar la amistad o el amor entre dos personas? Ahí no nos podemos servir más que de indicios, de pistas –la manera como se tratan, la forma como actúan, la persistencia en el tiempo de la relación, la superación de las dificultades...–. Dicho con un ejemplo, cuando dos enamorados se miran a los ojos y se dicen que se quieren, cada uno de ellos cree al otro porque la verdad es que no tienen una prueba fehaciente de que esas palabras sean algo más que palabras. Desgraciadamente no sería la primera vez que una persona engaña a otra. Por eso, de entrada, toda relación humana es siempre una relación de fe, de confianza. Confiamos en que el otro no nos engaña. Creemos en él. 

Lo mismo se puede decir de la fe en Dios. No se trata de aceptar unas verdades imposibles de comprender y decir “vale, lo acepto”. No se trata de comulgar con ruedas de molino. Se trata de experimentar la presencia de Dios, de sentirlo presente en mi vida, en la vida de los hermanos y hermanas, en la vida de la Iglesia, en el mundo, en la creación, y confiar que esa presencia es una presencia bondadosa, hecha de amor y misericordia, que desea nuestra libertad, nuestro bien, nuestra felicidad. 

Pero a veces nuestra fe decae. Esa relación de confianza conoce momentos de debilidad, de recelo, de sospecha. Entonces nos sentimos desanimados, sin fuerzas. El amor de Dios que sentíamos que llenaba nuestro corazón de fuerza y entusiasmo se desvanece. El compromiso por ser mejores, por ayudar a los necesitados, por amar a los que viven con nosotros, por perdonar sin medida, como Dios nos perdona, flaquea. Todos hemos experimentado alguna vez esos sentimientos de duda, de pérdida de la confianza. 

Ahí viene la petición de los apóstoles. “Señor, auméntanos la fe”.