Hoy, la Virgen María, sube
gloriosa al cielo. Colma completamente el gozo de los ángeles y de los santos.
En efecto, es ella quien, con la simple palabra de salutación, hizo exultar al
niño todavía encerrado en el seno materno. ¡Cuál ha debido de ser la exultación
de los ángeles y de los santos cuando han podido escuchar su voz, ver su
rostro, y gozar de su bendita presencia! ¡Y para nosotros, amados hermanos, qué
fiesta en su gloriosa Asunción, qué causa de alegría y qué fuente de gozo el
día de hoy! La presencia de María ilumina el mundo entero tal como el cielo
resplandece por la irradiación esplendorosa de la santísima Virgen. Es, pues,
con todo derecho, que en los cielos resuena la acción de gracias y la
alabanza.
Pero nosotros..., en la misma medida que el
cielo exulta de gozo por la presencia de María ¿no es razonable que nuestro
mundo de aquí abajo llore su ausencia? Pero no nos lamentamos porque no tenemos
aquí abajo la ciudad permanente sino que buscamos aquella a donde la Virgen
María ha llegado hoy. Si estamos ya inscritos en el número de los habitantes de
esta ciudad, es conveniente que hoy nos acordemos de ella..., compartamos su
gozo, participemos de la misma alegría que goza hoy la ciudad de Dios, y que
hoy cae como rocío sobre nuestra tierra. Sí, ella nos ha precedido, nuestra
reina nos ha precedido y ha sido recibida con tanta gloria que nosotros, sus
humildes siervos, podemos seguir a nuestra soberana con toda confianza gritando
[con la Esposa del Cantar de los Cantares]: «Llévame en pos de ti: ¡Correremos
tras el olor de tus perfumes!». Viajeros todavía en la tierra, hemos enviado
por delante a nuestra abogada..., madre de misericordia, para defender
eficazmente nuestra salvación.
San Bernardo (1091-1153)
Monje cisterciense y doctor de la Iglesia
1er sermón sobre la Asunción
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