En el Evangelio de este Domingo
el Señor Jesús designa «a otros setenta y dos» para enviarlos «por delante, de
dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él». Dice «otros»
porque el Señor ya había enviado anteriormente a los doce Apóstoles en una
misión semejante. Las instrucciones dadas tanto a los Apóstoles como a los
setenta y dos son iguales. También lo es el contenido del anuncio: proclamar el
Reino de Dios.
Al enviar a sus doce Apóstoles
los instruyó a dirigirse no a los pueblos gentiles o samaritanos sino «a las
ovejas perdidas de la casa de Israel». Doce era el número de las tribus de
Israel. Es un signo evidente de que la misión primaria de Jesús y la
proclamación de su Evangelio se dirige en primer lugar al pueblo de Israel,
porque a ellos había sido prometida la salvación por medio de los profetas.
¿Y por qué el Señor en un segundo
momento envió a setenta y dos discípulos? En este caso el número elegido por el
Señor significa la totalidad de las naciones de la tierra. El origen de esta
relación la encontramos en el capítulo diez del Génesis. Allí se dice que cada
uno de los hijos de Sem, Cam y Jafet, hijos a su vez de Noé, dio origen a una
nación de la tierra.
Según la versión de los Setenta,
antigua traducción de la Escritura hebrea al griego, conocida y utilizada por
el Señor Jesús y los Apóstoles, el número de estos hijos era de setenta y dos.
El envío de setenta y dos discípulos significa por lo mismo que el anuncio del
Reino de Dios se dirige ya no sólo a Israel sino también a todas las naciones
de la tierra, y es por tanto universal.
Los envió el Señor delante de sí,
«a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él». La misión de estos
discípulos es la de preparar el camino, disponer los corazones para el
encuentro pleno con el Señor Jesús. Para demostrar la verdad de su anuncio el
Señor les confiere el poder de curar enfermos, arrojar demonios y hasta resucitar
muertos. Por Él son revestidos de autoridad, para actuar en su Nombre.
Antes de ponerse en marcha el
Señor les advierte que no siempre serán bien recibidos. Él los envía «como
corderos en medio de lobos». Mediante esta comparación los prepara para encarar
la extrema hostilidad y el rechazo de muchos.
Asimismo, les da instrucciones
precisas: «No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no se detengan a
saludar a nadie por el camino…». No saludar a nadie por el camino implica la
urgencia del anuncio. En oriente el saludo entre caminantes podía prolongarse
por horas, considerándose incluso un acto de buena educación. El enviado no
tiene tiempo que perder, se ve urgido a dedicar todo su tiempo al cumplimiento
de la misión.
En caso de no ser acogidos por
los habitantes de algún pueblo, debían sacudir públicamente el polvo de los
pies. Ni siquiera el polvo de ese pueblo merecía ser llevado en sus pies, pues
era el polvo de una tierra pagana, habitada por hombres que rechazan la
salvación que Dios les ofrece, que rechazan a Dios mismo.
Finalmente, el Señor les
especifica su misión: anunciar a todos el Reino de Dios.
El Evangelio relata también el
retorno de los setenta y dos: éstos volvieron gozosos de su experiencia
apostólica. Mas antes que alegrarse por la espectacularidad de los signos
realizados, el Señor los invita a alegrarse de que sus nombres estén inscritos
en el Cielo. No es el poder someter al demonio lo que debe ser causa de gozo,
sino el hecho de estar destinados a participar de la vida y comunión divina
gracias a la «nueva creación» que el Señor Jesús ha venido a realizar por su
Cruz y Resurrección.
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