En este domingo Jesús nos cuenta
la parábola del buen samaritano, cuando va acompañado con sus discípulos de
Cafarnaúm a Jerusalén. La narración tiene una intencionalidad: enseñarnos a
identificar a nuestro prójimo, y como actuamos con él, especialmente si este se
encuentra en situación de necesidad.
Los maestros de la Ley,
también conocidos como escribas o legistas y llamados con
el título de Rabbí eran varones judíos que por amor a Dios
consagraban su vida al estudio, conservación, aplicación y transmisión de la
Ley mosaica. Eran, por tanto, hombres muy instruidos en esta materia.
En el Evangelio de Lucas leemos
que uno de estos maestros de la Ley «se levantó» para hacerle una pregunta:
«¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?». Probablemente estaba sentado
entre sus discípulos, escuchando a Jesús, su doctrina y enseñanza. Con esta
pregunta, según anota el evangelista, el legista tenía la intención de probar a
Jesús.
El Señor responde al experto en la
Ley con otra pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley?” y responde: «Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas
y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo». El Señor entonces da por
concluida la cuestión: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida eterna».
Quizá nos preguntamos por qué este
hombre instruido hace una pregunta cuya respuesta es tan evidente y que él
mismo ya conoce. El legista busca justificarse y justificar su pregunta
planteando otra cuestión, al parecer bastante discutida entre los maestros de
la Ley: «¿Quién es mi prójimo?». Los más radicales sostenían que sólo había que
considerar como prójimos a los hijos de Abraham y herederos de la Alianza, mas
no a los miembros de otros pueblos, como por ejemplo los samaritanos, quienes
merecían más bien el odio y desprecio por parte de los judíos. Tampoco
entrarían dentro de la categoría de “prójimos” los publicanos y las gentes de
mala vida. Por tanto, el mandamiento del amor al prójimo no obligaría sino tan
solo para con todo judío que no fuese un pecador público.
La respuesta del Señor vendrá
mediante una parábola. La escena propuesta por el Señor se desarrolla en algún
lugar del camino de Jerusalén a Jericó: un hombre que bajaba de Jerusalén
a Jericó fue emboscado, asaltado y dejado medio muerto a la vera del camino.
El Señor no especifica si el
hombre asaltado y malherido es un judío o no, por tanto, podría representar a
cualquier persona. Sin embargo, al decir que venía de Jerusalén, nadie pensaría
que se trataba de un samaritano, sino más bien de un judío, y que por lo tanto
debía ser considerado como “prójimo” por los judíos.
El sacerdote y el levita que pasan
por el camino son ambos judíos al servicio del Templo, hombres que pensaban que
dedicándole sus vidas amaban a Dios por sobre todas las cosas. El Señor no ha
podido escoger mejor a sus personajes para proponer su parábola. Un sacerdote y
un levita, al ver al malherido, dan un rodeo y pasan de largo. ¿No era éste su
prójimo? ¿No debía esperar de ellos compasión y auxilio? Es paradójico que sean
justamente ellos, quienes se dedican al servicio de Dios, los que dan un rodeo
y pasan de largo sin ofrecer auxilio alguno al prójimo malherido.
Más paradójico aún resulta que sea
un samaritano quien se compadece de él y lo auxilia, dedicándole su tiempo y
gastando todo lo necesario para ayudarlo en su recuperación. Recordemos que
entre judíos y samaritanos había una fuerte hostilidad. Y es precisamente un
samaritano el que, en vez de endurecer el corazón y pasar de largo, se conmueve
ante el sufrimiento y abandono de aquel hombre.
Más que discutir a quién ayudar y
a quién no, quién es el prójimo a quien hay que amar o quién no, la parábola es
una invitación al legista y a todos sus discípulos a hacerse próximo de
todos aquellos a quienes ve en necesidad, a no pasar de largo ante el
sufrimiento ajeno, sino a vivir con todos la compasión y misericordia. Queda
claro que para el Señor no cabe distinción alguna: todo ser humano debe ser
considerado como prójimo, porque lo importante es saber hacerse prójimo de los
demás, o lo que es lo mismo, prestar esa ayuda concreta y real que los otros
están necesitando.
Y la verdad es que la «lista» de
quienes necesitan que se les eche una mano es cada vez mayor. Pero nuestra fe
cristiana sigue siendo una fe de esperanza, de valentía, de encarnación. Si
tratamos de vivir así, seguro que nos estaremos haciendo prójimos.
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