Parece que las personas
tenemos una tendencia irreprimible a la comodidad, a buscar lo fácil. Y muchas
veces es así como nos enfrentamos al Evangelio. Lo mismo que vamos a un
supermercado y escogemos allí las cosas que más nos gustan, también acudimos a la
Iglesia con el mismo espíritu: tratando de escoger y consumir lo que nos gusta.
Por eso,
muchas veces buscamos una Iglesia donde la celebración de la Eucaristía
dominical sea bonita porque hay un buen coro, porque la Iglesia está bien
adornada o porque el sacerdote es ameno y breve. Mucho mejor si además nos
regala continuamente los oídos con palabras que hablan de un Dios
misericordioso, padre bueno, que lo perdona todo y que, casi podríamos decir,
le da lo mismo que hagamos el bien o el mal porque nos ama de todas maneras y
nos dará el premio de cualquier forma. Nos terminamos haciendo una religión a
la carta, como cuando vamos a uno de esos restaurantes buenos en los que, al
principio, el camarero nos presenta la carta de los platos y escogemos lo que
más nos gusta.
Pero el
Evangelio no es así. En el Evangelio nos encontramos con Jesús y él nos habla
con claridad. Si queremos salvarnos, si queremos alcanzar la verdadera
felicidad, nos invita a seguirle, nos invita a vivir de una determinada manera.
No nos promete que siempre va a ser fácil estar con él. Si al maestro lo
clavaron en la cruz, no podemos pensar que a sus seguidores les va a ir mucho
mejor. Es lo que nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “He venido a prender
fuego en el mundo”. No dice que haya venido a poner paños calientes para que
nos sintamos bien. No. Jesús pretende cambiar este mundo, revolucionarlo,
ponerlo patas arriba. Eso no es fácil. A veces es causa de dolor y división. La
paz llegará después. El Reino es algo que llega, pero primero hay que
conquistarlo, hay que esforzarse. Para conseguir la justicia es preciso luchar
contra la injusticia.
Por eso, lo
más importante de la vida del cristiano no es participar en la misa del
domingo. Ese es el lugar de encuentro con la comunidad. Pero donde un cristiano
se juega su ser cristiano, es en su vida diaria, en la relación con su familia,
sus compañeros de trabajo, sus amistades. Ahí es donde hay que vivir en
cristiano. Aunque eso signifique ir en contra de la opinión de los demás o
perder su amistad. Porque ser cristiano no es responder siempre con una sonrisa
a todo lo que nos dicen, sino saber poner por delante, con cariño, pero también
con fuerza, la verdad del Evangelio. Pero no nos asustemos. Recordemos los
muchos que han dado y dan su sangre en defensa de la fe. Su testimonio nos debe
animar a vivir con más radicalidad nuestra vida cristiana.
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