Aquel hombre que se encontró con
Jesús estaba preocupado por el número de los que se iban a salvar. Si el cupo
de los que van a entrar en el cielo es limitado, es de suponer que las pruebas
de acceso serán más complicadas. Para entrar en el cielo tendríamos que pasar
por una prueba como la que se hace para entrar en la Universidad. Sólo los
mejores lo lograrían.
Pero la respuesta de Jesús no
indica eso. No habla de que sea necesario un grado de santidad especial para
entrar en el cielo. Por la respuesta de Jesús diríamos, más bien, que el que
preguntaba no indagaba por el número sino por quiénes serían esos pocos. Y de
alguna forma daba por supuesto que los que se salvasen serían los miembros del
pueblo elegido: el pueblo judío. Entendiendo así la pregunta, se comprende
perfectamente la respuesta de Jesús. Nadie puede dar por supuesto que está
salvado por pertenecer a un determinado grupo. Hay que esforzarse por la
salvación. Como se nos dice en la parábola del tesoro escondido en el campo,
hay que vender todo lo que se tiene para obtener la salvación. Según Jesús, la
puerta de la salvación es estrecha y vendrán muchos, de Oriente y de Occidente,
del Norte y del Sur. Muchos que quizá no crean tener derecho, entrarán los
primeros. Y muchos de los que se creen con derecho, se quedarán fuera.
¿Qué significa esto para
nosotros? En principio, no pertenecemos al pueblo elegido. Somos de esos que
vienen “de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur”. Pero también es verdad
que somos cristianos ya de muchas generaciones. Podemos pensar que tenemos
derecho a la salvación por la sencilla razón de que ya nuestros abuelos y
bisabuelos eran cristianos, iban a misa todos los domingos y cumplían los
mandamientos. Jesús nos dice hoy que la salvación, nuestra salvación, depende
también de nuestro esfuerzo personal, que no podemos dormirnos en los laureles.
Pero sobre todo nos dice que no podemos excluir a nadie de la salvación. Esto
es muy importante. En la salvación entramos en cuanto nos hacemos hermanos de
todos. Si el mensaje fundamental de Jesús es decirnos que todos somos hijos de
Dios, ¿cómo podemos pretender excluir a nadie de esa fraternidad? En la medida
en que excluyamos a alguien, nos excluimos a nosotros mismos. No es que Dios
nos cierre la puerta del cielo. Nos la cerramos nosotros mismos.
La puerta del cielo es estrecha.
Para pasar por ella hay que cumplir con una condición obligatoria: vivir la
fraternidad en el día a día de nuestra vida. Es lo que hacemos en la
Eucaristía, donde nos juntamos y compartimos el pan como hermanos. Es lo que
deberíamos hacer todos los días: vivir como hermanos.
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