En el evangelio Jesús se dirige a
los fariseos. Ellos se sentían religiosamente buenos, socialmente importantes y
más perfectos que el resto de la gente. Les invita a ser más humildes. Les
cuenta una historia muy sencilla. Les habla de los invitados a un banquete.
Entre ellos algunos buscan los primeros puestos. Y les habla de lo que le pasa
a uno que se había sentado en el mejor lugar y al que le terminan rebajando al
último porque llega otro invitado que es más amigo del amo de la casa. Luego
les recomienda que cuando tengan que organizar un banquete no inviten a los
poderosos sino a los pobres y a los que no tienen nada. Así es Dios que
prefiere a los últimos y a los humildes.
Como cristianos no estamos
llamados a ocupar los primeros puestos en el banquete sino a servir y preparar
el gran banquete de la familia de Dios. E invitar a todos, abrir las puertas de
par en par para que nadie se sienta excluido. Los creyentes somos los camareros
de ese banquete, los que ayudamos a Dios para que todos se sientan acogidos. Lo
nuestro no es ocupar los puestos de privilegio sino servir a la mesa. La fe en
Jesús nos lleva a vivir en actitud de servicio y acogida, de cariño, a todos
los que necesitan experimentar el amor de Dios. Lo nuestro no es imponer sino
servir, ayudar, curar, sanar, perdonar, compartir.
Jesús nos propone vivir no en la
grandiosidad, no apoyándonos en el poder sino en la humildad. Jesús nunca
defendió sus derechos. Vivió una vida sencilla, enseñando a sus discípulos y a
los que le querían escuchar. Se hizo cercano a los pobres y a los sencillos. No
despreció a nadie. Y habló siempre del amor de un Dios que se hacía pequeño
para ponerse a nuestro nivel, para escuchar nuestras penas y compartir nuestras
alegrías. Como dice la segunda lectura, la comunidad cristiana no se apoya en
el poder ni la fuerza. Somos parte de la ciudad del Dios vivo, de la familia de
Dios, de un Dios que acoge a todos sin distinción. Y por eso también nosotros
debemos acoger a todos.
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