El Señor Jesús, comparando
a los discípulos con la sal y con la luz, les explica que son dos cosas las que
deben tener en cuenta para cumplir con su misión en el mundo: 1) ser fieles a
su identidad; y 2) la necesidad de “ubicarse” en un lugar apropiado desde el
cual su luz pueda iluminar a los que se encuentran “en la casa”.
La
sal, para “dar sabor” a los alimentos, debe mantener su fuerza o virtud, es
decir, su capacidad de salar. De modo análogo el discípulo, para ser sal de la
tierra, debe ser lo que está llamado a ser, debe ser verdaderamente
cristiano, acogiendo en sí mismo la fuerza transformante del Señor, viviendo
como el Señor enseña.
Por
otro lado, el Señor Jesús compara la misión de sus discípulos con la función
que desempeña una lámpara puesta en un lugar oscuro: de ellos ha de brotar una
luz que debe iluminar a todos los hombres que vienen a este mundo. ¿Es ésta una
luz propia? No, la luz que ha de difundir el discípulo es la Luz que él mismo
recibe del Maestro, del Señor: Él mismo es la Luz que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo, Luz que viene de Dios.
Es
decir, el modo ordinario como Dios ha pensado en sus amorosos designios hacer
brillar su Luz en el mundo —aquella que es la vida de los hombres, aquella
que los arranca de las tinieblas del pecado y de la muerte— es por su Hijo:
«Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las
tinieblas». Pero también ha querido hacer brillar su Luz asociando a esta misión
de su Hijo a sus discípulos, quienes congregados en su Iglesia —desde que el
Señor Resucitado ascendió a los cielos hasta que Él vuelva— han de hacer
brillar “en su rostro”, es decir, en sí mismos la luz de Cristo para reflejarla
al mundo entero: «Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio,
congregado bajo la acción del Espíritu Santo, desea ardientemente que su
claridad, que brilla sobre el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los hombres
por medio del anuncio del Evangelio a toda criatura» (Lumen gentium, 1).
Al
percibir aquella luz —luz que viene de Dios y que es “hecha propia”— que emana
del ser del discípulo (cual luz que arde en una lámpara, y que puesta sobre la
mesa ilumina a todos los que están en la casa), luz que se hace visible a todos
particularmente en sus buenas obras (las obras de la caridad que
corresponden perfectamente a las enseñanzas del Señor Jesús), muchos
—conociendo la misericordia del Padre por la fuerza irradiativa de la caridad—
se verán impulsados a volverse a Dios y a darle gloria ellos mismos.
FELIZ DOMINGO
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