El Evangelio de hoy nos sorprende
hablando de los sentimientos de Jesús, que se conmueve ante gente descarriada,
o ante los enfermos, paralíticos, paganos, o de mal vivir. Alaba y da gracias a
Dios porque el mensaje es comprendido por sus destinatarios, los que están
preparados para dejarse sorprender por Dios y sus criterios de liberación
universal.
Jesús ve que la gente se divide
ante él, y las cataloga en dos grupos. El de los "sabios y entendidos",
que tienen una sabiduría humana, y por eso se escandalizan de Jesús o lo
rechazan. Son especialmente los escribas, que dominan las Escrituras tras
muchos años de estudio; también los fariseos, muy unidos a los escribas, que
siguen sus enseñanzas y se consideran perfectos conocedores de la voluntad de
Dios. Pero están también los “sabios y entendidos” desde un punto de vista
humano, los que se consideran capacitados para criticar a Juan Bautista y a
Jesús aunque no hayan estudiado teología.
Por otra parte, está el grupo de
la "gente sencilla", sin prejuicios, a la que Dios puede revelarle
algo nuevo porque no creen saberlo todo. Pescadores, un recaudador de
impuestos, prostitutas, enfermos… Esta gente acepta que Jesús es el Mesías,
aunque no imponga la religión a sangre y fuego; acepta que es el enviado de
Dios, aunque coma, beba y trate con gente de mala fama; se deja interpelar por
su palabra y enmienda su conducta. Esto, es un don de Dios. La capacidad de ver
lo bueno, lo positivo, lo que construye. Los sabios y entendidos se quedan en
disquisiciones, matices, análisis, y terminan sin aceptar a Jesús.
El Padre ha dado a Jesús los dos
poderes más grandes: el de juzgar y el de dar la vida. A estos dos poderes se
añade aquí el de revelar al Padre. Estas personas sencillas, a través de Jesús,
van a conocer a Dios como Padre, no como un ser omnipotente o un juez
inexorable. Él se lo revelará, porque es el único que puede hacerlo.
Pero esta revelación del Padre no
es algo abstracto, teórico. Es un respiro para los rendidos y abrumados por el
yugo de las leyes y normas que les imponen las autoridades religiosas. Los
rabinos hablaban del “yugo de la Ley”, al que los israelitas debían someterse
con gusto y con deseo de agradar a Dios. Pero ese yugo se volvía a veces
insoportable por la cantidad de mandatos y prohibiciones, y por la idea tan
cruel de Dios que transmitían. En cambio, el yugo de Jesús pone a la persona
por delante de la Ley.
Estos versículos contienen un
dinamismo muy curioso: el Padre revela al Hijo, el Hijo revela al Padre, pero
el gran beneficiado es el hombre que acoge esa revelación; se ve libre de una
imagen legalista, dura, agobiante, de Dios y de la religión. Su piedad, al
hacerse más divina, se hace más humana.
José Luis Sicre Díaz
FELIZ DOMINGO
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