Ezequiel es elegido por Dios para
una misión difícil: hablar en Su nombre a un pueblo rebelde, terco, obstinado y
de dura cerviz. Dios no dejó de enviar a sus profetas, aun cuando Israel se
resistía a escuchar. Es así que muchas veces y de muchos modos habló Dios en
el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas.
Finalmente, al llegar la
plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo para hablar a su Pueblo
por medio de Él . El Señor Jesús, el Hijo de Santa María, es la Palabra misma
del Padre, el Verbo divino, Dios mismo que por obra del Espíritu Santo se hizo
hombre para hablarle a los hombres en un lenguaje humano.
También el Hijo enviado por el
Padre se encontró con la dureza de corazón de su pueblo, sufriendo el mismo
destino de tantos profetas. Así sucedió cuando entró en Nazaret, el pueblo que
lo vio crecer, para anunciar también allí su Evangelio como lo venía haciendo
en otras ciudades desde el inicio de su ministerio público. Cuando un
sábado se puso a enseñar en la sinagoga de Nazaret, los oyentes
quedaron admirados de su sabiduría. ¿De dónde había sacado tales enseñanzas? A
éstas se sumaban los milagros que había hecho en otros lugares, cuya noticia
había ya llegado a sus oídos. Su enseñanza era muy superior a la de los
fariseos y escribas, era una enseñanza portadora de una “autoridad” nunca antes
vista.
Las señales o milagros
certificaban que Dios estaba con Él y actuaba en Él. ¿No sería Él el Mesías?
Éste era el cuestionamiento que sin duda había despertado el Señor entre sus
paisanos. Sin embargo, esa posibilidad se estrella contra la creencia difundida
entre los judíos que el origen del Mesías sería misterioso y desconocido: cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es. El escándalo que se produce
entre los nazarenos, es decir, la falta de credulidad en Él como Mesías, se
debe a que de éste sí sabemos de dónde es. Justamente porque conocían a sus
padres y parientes, porque había crecido y vivido entre ellos por treinta años,
siendo conocido como el hijo del carpintero y carpintero Él mismo, es que
—según sus cálculos y razonamientos— no podía tratarse del Mesías.
El Evangelio concluye que debido
a su falta de fe y confianza en Él el Señor «no pudo hacer allí
ningún milagro». Esta cerrazón y negativa a creer en el Señor se convierte en
un obstáculo insalvable para que Dios pueda realizar señales y prodigios en
medio de su pueblo. Queda de manifiesto que el Señor, aunque quiera y tenga
el poder para hacerlo, no puede actuar allí donde el hombre no se lo permite.
La falta de milagros o intervenciones divinas no está en la supuesta inacción
de Dios, sino en la dureza del corazón del hombre que se cierra a la acción
divina. La desconfianza en Dios, la incredulidad, son actitudes que esterilizan
la eficacia de la Palabra divina, que entorpecen, limitan o cancelan toda
acción divina en el corazón y en la vida del ser humano. Dios respeta
profundamente la libertad de su criatura humana y nunca la avasalla.
En el anuncio del Evangelio
también los apóstoles del Señor se encontrarán con el rechazo, la dureza de
corazón, la cerrazón y rebeldía con que tantos profetas y el Señor mismo se
encontraron. Uno de ellos es San Pablo, que en medio de las dificultades para
llevar a cabo fielmente su misión encuentra la fuerza no en sí mismo sino en
Cristo.
Podría pensarse en lo que hubiera
cambiado la vida de los habitantes de Nazaret si se hubieran acercado a Jesús
con fe. Así, tenemos que pedirle día a día como sus discípulos: «Señor, aumenta
nuestra fe», para que nos abramos más y más a su acción amorosa en nosotros.
"Misericordia, Señor, misericordia" reza el salmista "que estamos saciados de desprecios". No permitas que nos invada la desolación y la apatía. Abre nuestros corazones al Espíritu Santo para la tarea de la nueva evangelización que nos manda el Santo Padre, y ten misericordia de nuestras debilidades.
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