El Evangelio de hoy nos cuenta
cómo Jesús envió a los discípulos de dos en dos a predicar la conversión y le
dio autoridad sobre los espíritus que esclavizaban y oprimían a los hombres y
mujeres de aquel tiempo. Les pidió que fueran con lo justo para el camino.
Apenas un bastón y nada más. Lo más importante era el mensaje que llevarían.
Esa misión,
que comenzó en tiempos de Jesús, sigue hoy en marcha. En estos veinte siglos en
la Iglesia siempre ha habido hombres y mujeres dispuestos a salir de su tierra,
llevando apenas un bastón, dejando atrás seguridad y comodidades, para ir a anunciar
el Evangelio. Estos misioneros no siempre han sido bien recibidos. Algunos han
muerto de forma violenta. Pero otros muchos fueron acogidos con el corazón
abierto y en los países que les recibieron desgastaron su vida al servicio de
sus habitantes, educaron a sus hijos, cuidaron a sus enfermos, liberaron a los
oprimidos y dieron alegría a los tristes.
Así los
misioneros y misioneras han hecho y hacen presente en muchos lugares el Reino
de Dios. Hacen muchas cosas y muy diferentes, pero en todo lo que hacen llevan
siempre un mensaje único: que Dios nos ha bendecido en Cristo con toda clase de
gracias, que en él nos ha elegido para que seamos santos en el amor, que nos ha
destinado a que seamos sus hijos, que en él nos ha perdonado todos nuestros pecados.
La voluntad de Dios consiste en reunir a todos en Cristo, en hacer de todos
nosotros una sola familia. Ése es el mensaje que los misioneros y misioneras
llevan no sólo a los lugares lejanos sino también a los más cercanos. Porque
aquí, cerca de nosotros, a veces en nuestras mismas familias o casas, hay
personas que desconocen ese mensaje de salvación, que se dejan llevar por la
tristeza y la falta de esperanza.
Hoy todos nosotros estamos
llamados a comunicar a cuantos podamos el Evangelio que gratuitamente hemos
recibido y a hacer llegar sus bendiciones a muchos otros, no sólo los misioneros y misioneras que dejan su país
de origen y se van a países lejanos. Todos somos responsables de llevar el
anuncio del amor de Dios, del perdón de los pecados, del Reino de salvación a
los que no lo conocen, a los que viven sin esperanza. Basta con vivir siendo testigos del amor de
Dios, del amor con que Dios nos ama y regalar ese amor a los que viven con nosotros.
Si así vivimos, descubriremos con sorpresa como echaremos a muchos “demonios”
que oprimen la vida de las personas que nos rodean. Quien ha sido alcanzado y
reconciliado por Cristo, quien ha recibido el don maravilloso de la vida nueva,
se experimenta impulsado a anunciarlo y trasmitirlo a los demás.
En esta tarea de anunciar el Evangelio de
Jesucristo no caben excusas. Nadie puede excluirse de esta responsabilidad
pensando que “eso les toca sólo a sacerdotes y monjas”, “yo no puedo”, “yo soy
incapaz”, “yo no sé hablar”, etc. ¡No! ¡Nada puede ni debe ser obstáculo para
anunciar a Cristo y su Evangelio!
Como a los primeros apóstoles, también Él
nos acompañará con la fuerza de su Espíritu, con su gracia y con su poder. Así
pues, confiemos en el Señor y proclamemos alto y fuerte nuestra fe, para que
también muchos otros puedan creer y alcanzar las innumerables bendiciones que
Dios nos ha regalado por medio de su Hijo.
https://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/comentario-homilia/?f=2018-07-15
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