El cuarto domingo de
Adviento nos deja ya a las puertas de la Navidad. Este tiempo de preparación,
que comienza con la perspectiva de la venida del Reino, termina concentrándose
en un punto concreto de la historia, de nuestra historia. Allí convergen las promesas
de los profetas.
El pasaje evangélico narra el
episodio de la visita de Santa María a Isabel. ¿Qué motivó a María a realizar
este viaje imprevisto? Gabriel, el arcángel, le había manifestado que Isabel
había concebido un hijo en su vejez, estando ya en el sexto mes de su embarazo
«aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc
1, 36-37).
En ese encuentro de familia,
Isabel, la prima, dice unas palabras inspiradas por el Espíritu de Dios, que
hoy llegan hasta nuestro corazón: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el
fruto de vientre. Dichosa tú que has creído”. De esa forma expresa
perfectamente lo que está viviendo María. La fe hace vivir de otra manera. La
fe ayuda a comprender la realidad desde una perspectiva nueva y más profunda.
Isabel es extraordinariamente
sensible a lo que ha sucedido. Tan pronto ve a María percibe que ella es
Portadora de un Hijo excepcional, percibe que es «la Madre de mi Señor». En
esta humilde Virgen de Nazaret se cumple así la antigua profecía de Miqueas,
recogida en la primera lectura: ha llegado el tiempo en que «la madre dé a
luz». Es su Hijo quien «en pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el
nombre glorioso del Señor, su Dios». Más aún, el profeta anuncia que «Él mismo
será nuestra paz», una Paz que procede de la cuádruple reconciliación que ha
venido a obrar: la reconciliación del ser humano con Dios, consigo mismo, con
los otros hermanos humanos y con la creación toda.
«¡Dichosa tú, que has creído!»,
exclama Isabel en una de las múltiples alabanzas que brotan espontáneamente de
sus labios. Dichosa y feliz porque verdaderamente cree en Dios. María, plena de
dicha y felicidad, es modelo de una fe madura, una fe que es asentimiento de la
mente a lo que Dios revela, una fe que es adhesión cordial a Dios mismo, una fe
que se transforma en acción decidida, según los designios manifestados por
Dios. La fe de la Madre se expresa en la obras, en un “Sí” comprometido y sin
reservas dado a Dios al servicio de sus designios reconciliadores.
Pero antes de que llegue ese
momento tan cercano de la Navidad, la liturgia nos invita a echar a una mirada
a la madre, a María. María está alegre, feliz. Siente que la vida crece en su
vientre y que esa vida es fruto del Espíritu de Dios. Algo nuevo está creciendo
en ella y ese algo es para toda la humanidad. Esa alegría es expansiva, hay que
comunicarla, hay que compartirla. Por eso se dirige a las montañas de Judá a
encontrarse con su prima, también embarazada.
El que vive en la fe, como María,
vive bendecido por Dios. Y todo lo que toca y dice se convierte en bendición
para el creyente y para los que le rodean. Porque conoce en lo profundo de su
corazón que el amor de Dios se ha instalado en nuestro mundo. Que nuestra
alegría en esta Navidad sea fruto de la fe gozosa en el Dios que se encarna en
Jesús.
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