En el camino de la Cuaresma, la
conversión es uno de los elementos esenciales. Convertirse es dejar los caminos
que nos llevan a la perdición y encontrar el camino correcto, el camino que nos
lleva al Padre, que nos hace encontrarnos con los demás como hermanos y
hermanas, que nos hace sentirnos en casa. Convertirse es volver a la casa del
Padre.
Sin duda, la parábola más
cautivadora de Jesús es la del "padre bueno", mal llamada "parábola
del hijo pródigo". Precisamente este "hijo menor" ha
atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar
y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones
cristianas.
La parábola
del Evangelio de hoy nos habla precisamente de la conversión del hijo pródigo.
Se había ido por otros caminos. Y, sin darse cuenta, se había extraviado y
había derrochado lo mejor que tenía: el amor de su familia, el cariño de su
padre, la seguridad que da el sentirse querido. Creyó que podía vivir por su
cuenta. Estaba seguro de que con sus propias fuerzas podría conseguir todo lo
que se propusiera. Y se encontró con el fracaso. Menos mal, que hundido en su
pena, se dio cuenta de lo que tenía que hacer: volver a la casa de su padre. Su
vuelta supuso reconocer su equivocación.
Hay que
notar que, cuando el hijo pródigo piensa en volver, prepara unas frases. Se las
dirá a su padre para pedirle perdón: “Padre, he pecado contra el cielo y contra
ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Pues bien, cuando el hijo llega a la presencia del padre, empieza a decir las
frases que tenía pensadas. Pero el padre le corta. Lo que es más importante, no
le deja terminar. Y así desaparece la última frase de las que el hijo pródigo
tenía preparadas: “Trátame como a uno de tus jornaleros”. No sabemos si no la
llegó a decir o si el padre no la quiso oír. Porque lo que prima en el
encuentro entre el padre y el hijo es la alegría, el gozo del padre.
A partir de
ese momento, el protagonista de la parábola es el padre. El hijo es tratado
como si no se hubiera llevado su parte de la herencia. Como si no la hubiera
derrochado. Como si no se hubiese portado pésimamente con su padre y con su
familia. Como si nada hubiera sucedido, el padre pide que se celebre una gran
fiesta en la casa. Es la alegría del perdón, del reencuentro. Porque para el
padre lo más importante es tener a la familia unida.
Sin embargo, la parábola habla
también del "hijo mayor", un hombre que permanece junto a su
padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le
informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido,
queda desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su
padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta.
Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los
suyos.
El padre sale a invitarlo con el
mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con
amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de la
acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su
resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha
aprendido a amar como ama él. Ahora sólo sabe exigir sus derechos y denigrar a
su hermano.
Ésta es la tragedia del hijo
mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos.
Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a
aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su
hermano.
Para
nosotros, Cuaresma sigue siendo una oportunidad para convertirnos. No hay que
preparar muchas frases. Dios se va a poner muy contento de que volvamos a casa.
Va a preparar una fiesta. ¿Por qué sentimos temor ante él? No hay ninguna
razón. Él sigue saliendo todos los días al camino para ver si nos acercamos.
¿No estamos cansados ya de comer algarrobas pudiendo comer el banquete de amor
y felicidad que Dios nos tiene preparado?
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