La pascua es al gran
momento del nacimiento de la Iglesia. Sobre la experiencia de la resurrección
de Jesús se levanta el edificio de la Iglesia. Los apóstoles y discípulos, que
en su mayoría habían huido atemorizados a la hora de la pasión, se sienten fortalecidos
por la experiencia de que Jesús, el que había muerto en la cruz, está vivo.
Pero no en el sentido de que haya vuelto a “nuestra” vida. Está vivo de una
forma nueva y más plena. La muerte ya no tiene poder sobre él. Más bien, Jesús
ha vencido a la muerte. Dios le ha resucitado. Es lo que se expresa de una
forma gloriosa en la lectura del Apocalipsis. El cielo y la tierra canta sus
alabanzas al que ha vencido a la muerte. “Digno es el cordero degollado de
recibir el honor y la gloria”.
El encuentro
con Jesús se ha dado cuando los discípulos, desanimados –todo parecía haber
terminado en el momento de la muerte de Jesús en cruz, ya no había lugar para
más sueños ni ilusiones–, habían vuelto a sus antiguas labores. Otra vez las
redes y la pesca en el lago. Otra vez las noches de trabajo para volver a la
orilla con las redes vacías y el cuerpo cansado. Pero sucede lo impensable. Una
figura familiar está en la orilla. Les sugiere que echen la red al otro lado de
la barca. Esta vez la red se llena. Los discípulos sienten temor, pero saben
que esa figura familiar es Jesús. No hay duda. Cuando llegan a la orilla, les
espera con el fuego encendido y el almuerzo preparado. Bendice el pan y lo
reparte. Y se encuentran de nuevo comiendo con Jesús, como tantas veces cuando
recorrían los caminos de Galilea, como aquella última cena en la que Jesús les
dijo que su muerte era la condición para la Nueva Alianza entre Dios y los
hombres, aunque entonces no entendieron nada. Ahora comienzan a entender. Se
les abre el entendimiento. Si Jesús está vivo, es que todas sus palabras eran
verdaderas. Otra vez se les abre el corazón a la esperanza y a las ilusiones.
Otra vez Jesús les dice: “Sígueme”.
Por eso los
discípulos no tienen temor en anunciar el Evangelio, la buena nueva de que
Jesús ha resucitado y de que su reino es una promesa real. No es una fantasía.
No es una ficción. Vale la pena arriesgarse por él. Aunque los jefes de su
pueblo les prohíban hablar de Jesús, no pueden callar. Ellos son testigos de que
Dios “lo exaltó haciéndolo jefe y salvador”.
Nosotros
seguimos siendo los testigos del resucitado en nuestro mundo. Cuando nos
sentimos cansados, celebramos la Eucaristía y Jesús se hace pan bendito que nos
da la fuerza para seguir creyendo, para seguir proclamando el Evangelio, la
alegría de sabernos salvados, la esperanza de un futuro nuevo en fraternidad. Y
el compromiso para, aquí y ahora, comenzar a vivir el amor a nuestros hermanos
y hermanas.
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