Jesús está a punto de despedirse de sus discípulos y les
deja un mandamiento nuevo que es como su testamento. Les dice que se amen unos
a otros como él les ha amado. Ésa será la señal por la que conocerán que somos
discípulos de Jesús. Así pues, lo más distintivo de los cristianos no es que
nos reunamos los domingos para celebrar la misa. Tampoco el que tengamos una
jerarquía con un papa, obispos y sacerdotes. Ni siquiera es nuestra
característica el que celebremos siete sacramentos. Jesús no deseaba que fuésemos
conocidos por ninguna de esas cosas. Jesús deseaba que los que no perteneciesen
a nuestra comunidad nos conociesen por otra señal, más humilde si se quiere,
pero más importante y mucho más humana: por el modo como nos tratamos unos a
otros, por el modo como nos amamos y amamos a todos sin distinción. Jesús
quería que nos amásemos como él nos había amado.
Ése es el signo que hará descubrir a
los que no son cristianos que la comunidad cristiana es la semilla de un nuevo
mundo. Porque sólo Dios es capaz de dar vida a ese amor fraterno que hace que
todo se comparta y que todos vivan más en plenitud. Cuando los que no son
cristianos nos vean amar de verdad, necesariamente han de pensar que Dios está
presente en nuestra comunidad, porque las personas, por nuestras solas fuerzas,
no podemos amar de esa manera.
¿Es que los cristianos estamos hechos
de otra madera? ¿Es que somos superiores a los demás? En absoluto. Somos
iguales. Pero la presencia de Dios está con nosotros. Y cuando le dejamos actuar
en nuestros corazones, experimentamos que un amor mayor que nuestras fuerzas
brota de dentro de nosotros. Es el amor de Dios. Es el amor que es signo de la
tierra nueva y del cielo nuevo. Es, por ejemplo, el amor con que la madre
Teresa de Calcuta amó a los enfermos y moribundos. Es el amor con que muchos
padres aman a sus hijos. Sin medida, sin tiempo, sin límite, con absoluta
generosidad.
Pero como no somos superiores a los
demás, a los que no son cristianos, como cometemos errores y a veces nos
hacemos daño unos a otros, hay una dimensión del amor que la comunidad
cristiana debe saber vivir de una manera especial. Es la dimensión del perdón,
de la reconciliación. Perdonar a los hermanos –y perdonarme– es una forma de
amar que reconocer la limitación propia y la supera porque el amor va más allá
de los límites que marca nuestra debilidad. Vivir el perdón y la reconciliación
en la comunidad cristiana es la mejor forma de dar testimonio del amor que nos
une.
https://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/comentario-homilia/?f=2019-05-19
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