El texto del evangelio, que no es
propiamente una parábola, del fariseo y el publicano que subieron al templo a
orar es un ejemplo típico de estas narraciones ejemplares en las que se usan
dos personajes: el modelo y el antimoderno. Uno es un ejemplo de religiosidad
judía y el otro un ejemplo de perversión para las tradiciones religiosas de su
pueblo. Las actitudes de esta narración “intencionada” saltan a la vista: el
fariseo está “de pie” orando; el publicano, alejado, humillado hasta el punto
de no atreverse a levantar sus ojos. El fariseo invoca a Dios y da gracias de
cómo es; el publicano invoca a Dios y pide misericordia y piedad.
¿Quién se puede gloriar ante Dios
de que es justo? Pues el fariseo de la parábola lo hace sin el más mínimo
rebozo. No tiene vergüenza para darle gracias a Dios porque no es como los
demás. Se siente diferente. Pertenece a una clase mejor y más alta. Se siente
justificado porque ayuna dos veces por semana y paga el diezmo de todo lo que
tiene. Dicho en palabras más de nuestros días, porque va puntualmente a misa
todos los domingos y contribuye generosamente a su iglesia (claro que dejando
bien claro que él es el donante para que todos lo sepan). O porque cumple con
todas las normas de la iglesia. No importa que sea un “cumplimiento”, un
“cumplo y miento”. No importa el corazón. Lo que importa es que externamente
cumple con las leyes. Es “oficialmente” un buen creyente.
El publicano se sitúa en las
antípodas. Es oficialmente un pecador. Todo el mundo lo sabe. Él también. No
tiene nada que presentar ante Dios. Basta con recordar la forma como la gente
le mira para imaginarse como Dios lo mira también. Pero va al templo. El
publicano se sabe pecador y lo único que hace es pedir a Dios que le tenga
compasión.
La ceguera religiosa es a veces
tan dura, que lo bueno es siempre malo para algunos y lo malo es siempre bueno.
Lo bueno es lo que ellos hacen; lo malo lo que hacen los otros. ¿Por qué?
Porque la religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y
solamente se está viendo a sí mismo. Por el contrario, el publicano tendrá un
verdadero diálogo con Dios, un diálogo personal donde descubre su “necesidad”
perentoria y donde Dios se deja descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre.
El fariseo, claramente, le está pasando factura a Dios. El publicano, por el
contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no
quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y
primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita.
Eso se han inventado como sucedáneo de la verdadera religiosidad del corazón.
El fariseo, en vez de
confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el pecador; aquí hay un
su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y no se atreve a
levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí está la
explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo. El pecador
ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo, por el
contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente. Éste extrae de su
propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el publicano
solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios. El fariseo, que no sabe
encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca cambiará en
sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no tiene nada
contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios muchas razones
para pensar bien de todos. El fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano
ha hecho de la religión una necesidad de curación verdadera. Solamente dice una
oración, en muy pocas palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La
retahíla de cosas que el fariseo pronuncia en su plegaria han dejado su oración
en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con Dios.
En la comunidad de Jesús todos
somos hermanos. Todos estamos cubiertos por el inmenso amor de Dios. No hay
razón para despreciar a nadie. Si alguien debe tener un lugar de privilegio ha
de ser el pobre, el marginado, el pecador, aquel al que le ha tocado la peor
parte en esta vida. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie, para entrar en
su corazón y decir que es malo?
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