En el pueblo judío toda
enfermedad de la piel, incluida la lepra, era llamada castigo o “azote de Dios”
y era considerada como “impureza”. La lepra era entendida como un castigo
recibido por el pecado cometido ya sea por el mismo leproso o por sus padres.
Rechazado por Dios el leproso debía también ser rechazado por la comunidad. La
Ley sentenciaba que todo leproso «llevará los vestidos rasgados y desgreñada la
cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: “¡Impuro, impuro!” Todo el
tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del
campamento tendrá su morada».
En su marcha a Jerusalén el Señor
se encuentra a diez leprosos en las afueras de un pueblo. Estos leprosos, al
ver a Jesús, en vez de gritar el prescrito “impuro, impuro”, le suplican a
grandes voces: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Sin duda, la fama
del Señor ha llegado a sus oídos. Han escuchado hablar de Él, de sus milagros,
de sus curaciones. Se dirigen a Él como “Maestro”, es decir, como a un hombre
de Dios que guarda la Ley y la enseña, como un hombre justo, venido de Dios. Al
verlo venir, brilla en estos diez leprosos la esperanza de poder también ellos
encontrar la salud, de verse liberados de este “castigo divino”, de verse
purificados de sus pecados y de ser nuevamente acogidos en la comunidad.
Como respuesta a su súplica el
Señor les dice: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Los sacerdotes, que
tenían la función de examinar las enfermedades de la piel y declarar “impuro”
al leproso, también debían declararlo “puro” en caso de curarse y autorizar su
reintegración a la comunidad.
Confiando en el Señor se pusieron
en marcha. Esperaban ser curados y poder presentarse “limpios” ante los sacerdotes.
En algún punto del camino «quedaron limpios», es decir, curados no sólo de
la lepra sino también purificados de sus pecados. Uno de ellos, al verse
curado, de inmediato «se volvió alabando a Dios a grandes gritos». Los otros
nueve debieron presentarse ante los sacerdotes según la indicación del Señor
Jesús y según lo establecía la Ley.
El que volvió para presentarse
ante el Señor y no ante los sacerdotes era un “extranjero”, un samaritano.
Podemos suponer que los nueve restantes eran judíos. A pesar del odio que
dividía a judíos y samaritanos, la desgracia común los había unido. La
solidaridad había brotado en medio del dolor compartido.
Podemos preguntarnos: ¿Por qué
parece reprochar el Señor a los que no vuelven, si Él mismo les había mandado
presentarse ante los sacerdotes? ¿No estaban obedeciéndole acaso? ¿No podrían
sentirse obligados por las mismas instrucciones del Señor? ¿Por qué habrían de
volver a Él para dar gloria a Dios?
Podemos ensayar una respuesta: en
los Evangelios los milagros del Señor Jesús son siempre signos o
manifestaciones de su origen divino. El milagro obrado por Cristo revela e
invita a reconocer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que se
ha hecho hombre para salvar a su pueblo de sus pecados. En un primer momento
los diez leprosos ven a Jesús como un Maestro, como un hombre santo. Tienen fe
en Él y por eso obedecen a su mandato, hacen lo que Él les dice. Mas al verse
milagrosamente curados, sólo uno se deja inundar por la experiencia sobrenatural,
se abre al signo que lo lleva a reconocer en el Señor al Salvador del mundo. El
samaritano reconoce la divinidad de Cristo, y por eso regresa para darle
gracias como Dios que es, y se presenta ante quien es el Sumo Sacerdote por
excelencia. Sólo a este samaritano, que lleno de gratitud se postra ante Él en
gesto de adoración, le dice el Señor: «tu fe te ha salvado». La fe en el Señor
Jesús no sólo es causa de su curación física, sino también de una curación más
profunda: la del perdón de sus pecados, la de la reconciliación con Dios. Aquel
samaritano creyó que la salvación venía por el Señor Jesús.
La ingratitud de los otros nueve
consistiría en que, siendo judíos, miembros del pueblo elegido que esperaba al
Mesías, a pesar de este signo no reconocen al Señor como aquel que les ha
venido a traer no sólo la salud física, sino también la liberación del pecado y
la muerte, la salvación y reconciliación con Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario