domingo, 13 de octubre de 2019

DOMINGO XXVIII DEL ORDINARIO "TU FE TE HA SALVADO"


En el pueblo judío toda enfermedad de la piel, incluida la lepra, era llamada castigo o “azote de Dios” y era considerada como “impureza”. La lepra era entendida como un castigo recibido por el pecado cometido ya sea por el mismo leproso o por sus padres. Rechazado por Dios el leproso debía también ser rechazado por la comunidad. La Ley sentenciaba que todo leproso «llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: “¡Impuro, impuro!” Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada».

En su marcha a Jerusalén el Señor se encuentra a diez leprosos en las afueras de un pueblo. Estos leprosos, al ver a Jesús, en vez de gritar el prescrito “impuro, impuro”, le suplican a grandes voces: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Sin duda, la fama del Señor ha llegado a sus oídos. Han escuchado hablar de Él, de sus milagros, de sus curaciones. Se dirigen a Él como “Maestro”, es decir, como a un hombre de Dios que guarda la Ley y la enseña, como un hombre justo, venido de Dios. Al verlo venir, brilla en estos diez leprosos la esperanza de poder también ellos encontrar la salud, de verse liberados de este “castigo divino”, de verse purificados de sus pecados y de ser nuevamente acogidos en la comunidad.

Como respuesta a su súplica el Señor les dice: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Los sacerdotes, que tenían la función de examinar las enfermedades de la piel y declarar “impuro” al leproso, también debían declararlo “puro” en caso de curarse y autorizar su reintegración a la comunidad.

Confiando en el Señor se pusieron en marcha. Esperaban ser curados y poder presentarse “limpios” ante los sacerdotes. En algún punto del camino «quedaron limpios», es decir, curados no sólo de la lepra sino también purificados de sus pecados. Uno de ellos, al verse curado, de inmediato «se volvió alabando a Dios a grandes gritos». Los otros nueve debieron presentarse ante los sacerdotes según la indicación del Señor Jesús y según lo establecía la Ley.

El que volvió para presentarse ante el Señor y no ante los sacerdotes era un “extranjero”, un samaritano. Podemos suponer que los nueve restantes eran judíos. A pesar del odio que dividía a judíos y samaritanos, la desgracia común los había unido. La solidaridad había brotado en medio del dolor compartido.

Podemos preguntarnos: ¿Por qué parece reprochar el Señor a los que no vuelven, si Él mismo les había mandado presentarse ante los sacerdotes? ¿No estaban obedeciéndole acaso? ¿No podrían sentirse obligados por las mismas instrucciones del Señor? ¿Por qué habrían de volver a Él para dar gloria a Dios?

Podemos ensayar una respuesta: en los Evangelios los milagros del Señor Jesús son siempre signos o manifestaciones de su origen divino. El milagro obrado por Cristo revela e invita a reconocer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que se ha hecho hombre para salvar a su pueblo de sus pecados. En un primer momento los diez leprosos ven a Jesús como un Maestro, como un hombre santo. Tienen fe en Él y por eso obedecen a su mandato, hacen lo que Él les dice. Mas al verse milagrosamente curados, sólo uno se deja inundar por la experiencia sobrenatural, se abre al signo que lo lleva a reconocer en el Señor al Salvador del mundo. El samaritano reconoce la divinidad de Cristo, y por eso regresa para darle gracias como Dios que es, y se presenta ante quien es el Sumo Sacerdote por excelencia. Sólo a este samaritano, que lleno de gratitud se postra ante Él en gesto de adoración, le dice el Señor: «tu fe te ha salvado». La fe en el Señor Jesús no sólo es causa de su curación física, sino también de una curación más profunda: la del perdón de sus pecados, la de la reconciliación con Dios. Aquel samaritano creyó que la salvación venía por el Señor Jesús.

La ingratitud de los otros nueve consistiría en que, siendo judíos, miembros del pueblo elegido que esperaba al Mesías, a pesar de este signo no reconocen al Señor como aquel que les ha venido a traer no sólo la salud física, sino también la liberación del pecado y la muerte, la salvación y reconciliación con Dios.


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