De pequeños no decían que fe es “creer lo que
no se ve”. Entonces, ¿cómo podían hablar los apóstoles de fe? ¿Cómo podían
pedir a Jesús que les “aumentase la fe”? Ellos ya lo veían, lo tenían delante.
No necesitaban la fe para creer que Jesús era Jesús. Además, le veían hacer
milagros, escuchaban sus palabras. ¿Sería que no necesitaban la fe?
La realidad es muy diferente. La
fe es precisamente “creer lo que no se ve”. Y los apóstoles no veían más allá
de un hombre que hacía cosas extraordinarias, algunas de las cuales no eran
capaces de entender. Le fe les invitaba a ir más allá, a experimentar la
presencia de Dios en aquel hombre. Lo mismo pasa con las relaciones humanas.
Podemos demostrar que dos y dos son cuatro, pero ¿cómo demostrar la amistad o
el amor entre dos personas? Ahí no nos podemos servir más que de indicios, de
pistas –la manera como se tratan, la forma como actúan, la persistencia en el
tiempo de la relación, la superación de las dificultades...–. Dicho con un
ejemplo, cuando dos enamorados se miran a los ojos y se dicen que se quieren,
cada uno de ellos cree al otro porque la verdad es que no tienen una prueba
fehaciente de que esas palabras sean algo más que palabras. Desgraciadamente no
sería la primera vez que una persona engaña a otra. Por eso, de entrada, toda
relación humana es siempre una relación de fe, de confianza. Confiamos en que
el otro no nos engaña. Creemos en él.
Lo mismo se puede decir de la fe
en Dios. No se trata de aceptar unas verdades imposibles de comprender y decir
“vale, lo acepto”. No se trata de comulgar con ruedas de molino. Se trata de
experimentar la presencia de Dios, de sentirlo presente en mi vida, en la vida
de los hermanos y hermanas, en la vida de la Iglesia, en el mundo, en la
creación, y confiar que esa presencia es una presencia bondadosa, hecha de amor
y misericordia, que desea nuestra libertad, nuestro bien, nuestra
felicidad.
Pero a veces nuestra fe decae.
Esa relación de confianza conoce momentos de debilidad, de recelo, de sospecha.
Entonces nos sentimos desanimados, sin fuerzas. El amor de Dios que sentíamos
que llenaba nuestro corazón de fuerza y entusiasmo se desvanece. El compromiso
por ser mejores, por ayudar a los necesitados, por amar a los que viven con
nosotros, por perdonar sin medida, como Dios nos perdona, flaquea. Todos hemos
experimentado alguna vez esos sentimientos de duda, de pérdida de la
confianza.
Ahí viene la petición de los apóstoles.
“Señor, auméntanos la fe”.
https://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/comentario-homilia/?f=2019-10-06
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