El Evangelio de este Domingo se
ubica inmediatamente luego del renovado anuncio del cómo sucederá aquello que
fue anunciado por los profetas: «Miren que subimos a Jerusalén, y el Hijo del
hombre será entregado; le condenarán a muerte, le escupirán, le azotarán y le
matarán, y a los tres días resucitará» Los discípulos siguen sin querer
entender, siguen tercamente aferrados a su idea del Mesías entendido como un
glorioso y poderoso liberador político. Interpretan las palabras del Señor como
el anuncio de su cercana manifestación gloriosa, el anuncio de la inminente
instauración del Reino de Dios en la tierra mediante la restauración del
dominio de Israel y el sometimiento de todas las naciones paganas. Ante esa
perspectiva y creciente expectativa, se avivan las ambiciones de algunos
Apóstoles. Dos de ellos, Santiago y Juan, se acercan al Señor para expresarle
su ambición: «concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu
izquierda», cuando con el poder de Dios hayas instaurado tu Reino y sometido a
todas las naciones.
El Señor, lejos de escandalizarse
ante la ambición mostrada por sus discípulos, se muestra comprensivo de la
fragilidad humana y de las distorsiones introducidas en el corazón humano por
el pecado. Ante tal petición y ante la indignación que genera entre los demás
Apóstoles, Él los reúne en torno a sí y les enseña a interpretar rectamente el
deseo de grandeza que mueve sus corazones: «el que quiera ser grande, que se
haga el servidor de todos; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos».
Es por el servicio y la humildad como ellos están llamados a ser auténticamente
grandes, a ser “los primeros” entre todos. Ése, y no el de la gloria humana y
el dominio abusivo sobre los demás, es el camino por el que responderán
acertadamente a sus anhelos de grandeza y gloria.
El Señor se pone a sí mismo como
modelo y ejemplo a seguir: Él, siendo Dios, se ha hecho hombre, y no ha venido
a ser servido, sino a servir y a dar la propia vida como rescate por todos. Él
no se impuso mediante su poder, sino que hizo de su propia vida un don para los
demás. Es bebiendo de su mismo cáliz, abajándose con Cristo por la humildad,
como sus discípulos serán elevados con Él hasta lo más alto, hasta la
participación en la misma gloria divina. Siguiendo sus huellas el discípulo
puede responder acertadamente a su legítima aspiración a la grandeza humana.
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