En el Evangelio vemos al Señor
Jesús camino a Jerusalén, donde se ofrecerá Él mismo en el Altar de la Cruz
como sacrificio de reconciliación para el perdón de los pecados. El camino que
recorre pasa por Jericó, una ciudad que distaba unos treinta kilómetros de
Jerusalén.
A la salida de Jericó se
encontraba sentado a la vera del camino un ciego pidiendo limosna. El
evangelista da razón de su nombre: Bartimeo, es decir, el hijo de
Timeo. Él, al enterarse que era el Señor quien pasaba por el camino, se puso a
gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». Al dirigirse al Señor con
este título lo reconoce como Aquel que habría de nacer de la descendencia de
David, el Mesías esperado. Evidentemente ya se había difundido entre la gente
del pueblo la creencia de que Jesús era el Cristo.
Es interesante notar que en el
Evangelio de Marcos diversos episodios se abren presentando a Jesús en camino a
Jerusalén. El evangelista parece sugerir de este modo que la vida cristiana es
un ir de camino con Jesús, que ser discípulo es seguir a Jesús por el camino
que, pasando por la Cruz, le llevará a participar de la gloria de su
Resurrección.
Bartimeo estaba sentado a la
vera del camino, como simbolizando su estado de marginación de la Vida
verdadera debido a su ceguera, concebida como manifestación visible de algún
pecado invisible. El Señor escucha la súplica de aquel que implora piedad y le
concede el milagro que le pide. Atendiendo a su súplica no sólo cura su ceguera
física, liberándolo así de su estado de miseria y postración, sino que también
lo libera de su pecado: «tu fe te ha salvado».
La alegría y gratitud del ciego
curado se expresa en el seguimiento comprometido: «lo siguió por el camino».
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