En esta versión de las bienaventuranzas,
diferente de la de Mateo, las bendiciones se presentan en paralelo con unas
maldiciones. Las maldiciones recogen prácticamente las mismas ideas que hemos
comentado de la primera lectura. Los que confían en sí mismos, en el hombre, no
tienen mucho futuro. Parece que están condenados al sufrimiento y a la muerte.
Confían en sí mismos porque son ricos, porque comen en abundancia, porque gozan
y porque todos hablan bien de ellos. En el lado opuesto están los que son
declarados “bienaventurados” o “felices” por Jesús.
Pero
hay un hecho importante a resaltar en este lado de la oposición. Si en la
primera lectura se declaraba “bendito” al que confiaba en el Señor, en el
Evangelio se declara “bienaventurado” no al que confía en el Señor sino simplemente
a los que en este mundo les ha tocado la peor parte. Jesús no dice “dichosos
los pobres que confían en Dios”. Dice simplemente “Dichosos los pobres” y “los
que tienen hambre” y “los que lloran”. Sin más. No es necesario ningún título
más para merecer ser declarados “bienaventurados” por Jesús y recibir la
promesa de reino. Sólo la última de las bienaventuranzas se refiere a los
discípulos de Jesús, a los que serán perseguidos por causa de su nombre. Esos
también son “bienaventurados”.
El amor
y la misericordia de Dios son para todos los hombres y mujeres. Precisamente
por eso se manifiesta, en primer lugar, a aquellos que no tienen nada, a los
que les ha tocado la peor parte en este mundo. A ellos se dirige
preferentemente el amor Dios. A ellos les tenemos que amar preferentemente los
cristianos porque son los “bienaventurados” de Dios. Porque son nuestros
hermanos pobres y abandonados. Nosotros confiamos en que en el reino nos
encontraremos todos, ellos y nosotros, compartiendo la mesa de la “bienaventuranza”.
¿Qué garantiza que la promesa de
la bienaventuranza para el ser humano se va a realizar en quienes confían en
Dios? El acontecimiento histórico e incontestable de la Resurrección de Cristo,
del que nos habla el apóstol Pablo en la segunda lectura. Cristo verdaderamente
ha resucitado, y en su resurrección se fundamenta la esperanza del creyente de
poder participar un día de aquella plenitud de gozo y felicidad que Dios le
tiene prometida, pues en Cristo resucitarán para la Vida los que en Él vivan y
mueran.
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