Entre la Pascua de
Resurrección y la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, la
Iglesia sitúa la solemnidad de la Ascensión. Es un momento más del proceso por
el que pasan los discípulos después de la muerte de Jesús. Los que salieron
corriendo, llenos de miedo, cuando Jesús fue detenido, juzgado y clavado en la
cruz, fueron confortados por el encuentro con el Señor resucitado. Ahora,
suficientemente firmes en la fe, Jesús se despide de ellos. Pero les deja una
nueva promesa: la promesa del Espíritu Santo.
La comunidad de discípulos del
Señor estaba inquieta. Después de los malos momentos vividos durante la pasión
y, de manera particular, los vividos en aquel par de días de ausencia del
Maestro en el que se le derrumbó la esperanza, se había acostumbrado a tenerlo
de nuevo a su lado disfrutando de su enseñanza y su compañía. Las apariciones del
Señor Resucitado habían rehecho la fe titubeante de algunos, remendado la
esperanza de no pocos y ensanchado la ilusión por la misión y el Reino en
muchos. Sin embargo, las últimas palabras del Maestro, un tanto crípticas, les
confundía y les volvía a generar un sentimiento de orfandad como el que
experimentaron la tarde del viernes en que fue crucificado. “Os conviene que me
vaya…”, “El Padre os enviará un Defensor…”.
Podríamos decir que esta fiesta nos habla de
la pedagogía de Dios con los hombres. Jesús tomó a unos pescadores ignorantes.
Los fue enseñando a lo largo de tres años. Así nos lo relatan los Evangelios.
No fue suficiente. A la hora de la cruz, todos, menos Juan y unas pocas
mujeres, salieron corriendo. Después, los discípulos pasaron por la experiencia
de la resurrección. No les fue fácil al principio aceptar que Jesús estaba
vivo. Necesitaron su tiempo. Ahora hasta aquella presencia misteriosa
desaparece. Jesús les promete el Espíritu, pero por un tiempo tienen que
aprender a estar solos. A tener la responsabilidad de su fe en sus manos. Hasta
que llegue el Espíritu que les dará la fuerza para ser testigos del
Reino.
El Espíritu les enseñará la
verdad y les dará la fuerza para ser testigos y anunciar, a tiempo y a
destiempo, que el Mesías, a quien los jefes del pueblo entregaron a una muerte
ignominiosa, ha resucitado de entre los muertos y en su nombre se predica la conversión
y el perdón.
La Ascensión al Cielo constituye
el fin de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios vivo, consubstancial
al Padre, que se hizo hombre para nuestra reconciliación. Luego de ver al Señor
ascender a los Cielos, los Apóstoles se volvieron gozosos a Jerusalén en espera
del acontecimiento anunciado y prometido. En el Cenáculo, unidos en común
oración en torno a María, la Madre de Jesús, los discípulos preparan sus
corazones en espera del cumplimiento de la Promesa del Padre.
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