Hoy celebramos la Solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo, más conocida entre nosotros como el “Corpus
Cristi”. Estamos ante un dogma central de nuestra fe que es la Presencia real
del Señor Jesús en el pan y el vino eucarístico.
La Comunidad cristiana, desde los
primeros momentos de su existencia, tuvo una conciencia muy clara de esta
presencia al reunirse para recordar la cena del Señor. En el pan y el vino que
compartían encontraban la fortaleza para ser testigos de su fe en medio de las
persecuciones.
Con el tiempo, al estabilizarse la vida de la iglesia, surgen
otras manifestaciones litúrgicas en torno a esta presencia en el pan
eucarístico, tales como la devoción al “Santísimo Sacramento”, reservado en los
sagrarios de las pequeñas o grandes iglesias repartidas por todo el mundo
cristiano. Es una presencia que hasta nuestros días alienta la oración privada
de los fieles.
En el ambiente de la última cena,
Jesús abre su corazón a los discípulos, y les recuerda aspectos fundamentales
sobre su misión mesiánica, tal como lo recogen los evangelios. En este
contexto, como si fuera su testamento, aparece la novedad de la eucaristía,
cuya transcendencia no se puede desligar de la pasión del Señor anunciada en
esa cena pascual. El evangelista Marcos nos da las claves del misterio
eucarístico, lo hace de una forma concisa pero a la vez suficiente para
comprenderlo. Dice simplemente que Jesús tomó pan, y pronuncio la bendición, lo
partió y se lo dio a sus diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Después tomó el
cáliz, pronunció la acción de gracias y les dice: “Esta es mi sangre de la
Alianza, que se derrama por todos”. Y les anuncia que no beberá del fruto de la
vid hasta que beba el vino nuevo en el Reino de Dios. En este breve relato está
expresado el contenido profundo de la eucaristía, entendida como Sacramento
necesario para vivir la fe.
En primer lugar, es una
invitación a tomar el cuerpo y la sangre de Cristo como alimento y seguir sus
pasos. Jesús cuando dice tomad y comed, quiere decir que tomemos la vida en
nuestras manos, que recibir la Eucaristía no es algo estático, sino dinámico,
que exige lucha para salir del pecado o para superar situaciones difíciles y
comprometidas que no encajan en el proyecto cristiano. Es muy importante,
entender esto, porque algunos piensan que el comulgar es un premio, una medalla
que se da a las personas buenas. La eucaristía es una llamada a la
esperanza, que nos recuerda que somos en realidad lo que celebramos, porque ya
no somos nuestra propia debilidad, ni nuestros odios, ni nuestros traumas, ni
siquiera nuestros mismos pensamientos, ni la suma de nuestros pecados o
errores. No, no somos eso. Podemos decir como el apóstol Pablo: Ya no soy yo,
es Cristo quien vive en mí.
El pan partido y repartido, es
también el compromiso personal de los creyentes para ser testigos de su muerte
y resurrección. Jesús, parte el Pan y se lo ofrece a sus discípulos, y con este
gesto los invita a asumir un compromiso integrándose en la acción redentora del
Verbo hecho carne siguiendo su misión. Así lo entendieron sus discípulos en sus
primeros pasos después de la muerte de Jesús siendo testigos de la Resurrección
de Cristo, asumiendo todas sus consecuencias, como fueron las persecuciones y
el martirio.
Pero además, al comulgar nos
identificamos con Cristo que al anunciar el Reino de Dios lo hacía no solo de
palabra, sino atento a las necesidades de sus contemporáneos. Por eso el pan
eucarístico lo hemos de compartir con nuestros hermanos, nos tiene que llevar a
ser muy sensibles ante sus necesidades, tanto espirituales como materiales.
Recordemos que el Señor ante una multitud fatigada, que lo seguía y tenía
hambre, dice a sus discípulos: “dadles vosotros de comer”. Es una
responsabilidad que desde sus orígenes la iglesia ha ejercitado como recuerdo
del Señor. Por eso hoy, al celebrar el Corpus Cristi, que nos habla del pan
partido, nos lleva a pensar sobre el pan compartido y celebramos por eso el Día
de la Caridad.
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