El evangelio de hoy tiene dos
partes, una con la ausencia de Tomás y
la otra con Tomás. Las dos partes inician con la misma indicación sobre los
discípulos reunidos y en ambas Jesús se presenta con el saludo de la paz. Las
apariciones, pues, son un encuentro nuevo de Jesús resucitado que no podemos
entender como una vuelta a esta vida. Los signos de las puertas cerradas por
miedo a los judíos y cómo Jesús las atraviesa, “dan que pensar”, en todo un
mundo de oposición entre Jesús y los suyos, entre la religión judía y la nueva
religión de la vida por parte de Dios.
El “soplo” sobre los discípulos
recuerda acciones bíblicas que nos hablan de la nueva creación, de la vida
nueva, por medio del Espíritu. El espíritu del Señor Resucitado inicia un mundo
nuevo, y con el envío de los discípulos a la misión se inaugura un nuevo Israel
que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. El Israel viejo,
al que temen los discípulos, está fuera de donde se reúnen los discípulos (si
bien éstos tienen las puertas cerradas). Será el Espíritu del resucitado el que
rompa esas barreras y abra esas puertas para la misión.
La figura de Tomás es solamente
una actitud de “anti-resurrección”; nos quiere presentar las dificultades a que
nuestra fe está expuesta; es como quien quiere probar la realidad de la
resurrección como si se tratara de una vuelta a esta vida. Algunos todavía la
quieren entender así, pero de esa manera nunca se logrará que la fe tenga
sentido. Porque la fe es un misterio, pero también es relevante que debe tener
una cierta racionalidad, y en una vuelta a la vida no hay verdadera y real
resurrección. Tomás, uno de los Doce, debe enfrentarse con el misterio de la
resurrección de Jesús desde sus seguridades humanas y desde su soledad, porque
no estaba con los discípulos en aquel momento en que Jesús, después de la
resurrección, se les hizo presente, para mostrarse como el Viviente. Este es un
dato que no es nada secundario a la hora de poder comprender el sentido de lo
que se nos quiere poner de manifiesto en esta escena: la fe, vivida desde el
personalismo, está expuesta a mayores dificultades. Desde ahí no hay camino
alguno para ver que Dios resucita y salva.
Tomás no se fía de la palabra de
sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus posibilidades, desde su
misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un camino arduo. Pero Dios
no va a fallar ahora tampoco. Jesucristo, el resucitado, va a «mostrarse» como
Tomás quiere, como muchos queremos que Dios se nos muestre. Pero así no se
“encontrará” con el Señor. Esa no es forma de “ver” nada, ni entender nada, ni
creer nada.
Tomás, pues, debe comenzar de
nuevo: no podrá tocar con sus manos las heridas de las manos del Resucitado, de
sus pies y de su costado, porque éste, no es una “imagen”, sino la realidad
pura de quien tiene la vida verdadera. Y es ante esa experiencia de una vida
distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente llamado a creer como sus
hermanos, como todos los hombres. Diciendo «Señor mío y Dios mío», es aceptar
que la fe deja de ser puro personalismo para ser comunión que se enraíce en la
confianza comunitaria, y experimentar que el Dios de Jesús es un Dios de vida y
no de muerte.