Hoy, la Misa comienza con la
bendición de las palmas y la procesión de ingreso en el templo. Así, el Domingo
de Ramos rememora la entrada "triunfal" de Cristo-Rey en la Ciudad
Santa, pocos días antes de su Pasión. Es su última y definitiva subida a
Jerusalén: este ascenso terminará en la Cruz. Pocos días antes, el Maestro
resucitó a Lázaro y en la ciudad había una gran expectación.
La celebración de hoy trae a la
memoria aquel refrán que dice “qué poco dura la alegría en la casa del pobre”.
Pasamos muy rápidamente de la celebración de la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén a la lectura de la Pasión. Todo en la misma celebración. Oímos al
pueblo aclamar a Jesús a su entrada en Jerusalén. Y poco después es el mismo
pueblo el que grita ante Pilatos exigiendo que éste condene a Jesús a morir en
la cruz.
Hoy nos podemos encontrar
nosotros reflejados en ese pueblo. Ya hemos terminado la Cuaresma. Esos
cuarenta días nos han ayudado probablemente a conocernos un poco mejor. Sabemos
de nuestras incoherencias, de nuestras infidelidades, de nuestras debilidades.
Al repasar nuestra vida recordamos que ha habido momentos en los que nos hemos
dejado llevar por el entusiasmo. Fueron momentos en los que nos identificamos
con Pedro y, como él, le dijimos a Jesús que le íbamos a seguir a donde fuese
necesario, que siempre estaríamos a su lado. Como el pueblo de Jerusalén a la
entrada de Jesús sobre el borrico, le aclamamos como nuestro señor y nuestro
salvador.
Pero también recordamos los
muchos momentos en que hemos sido también como ese pueblo de Jerusalén pero
unos días más tarde. O como Pedro en el momento de la dificultad. Le hemos
negado, hemos abandonado sus caminos y hemos puesto el corazón y la vida y la
esperanza en otros señores que nos han llevado inevitablemente a la esclavitud
y a la muerte. Como el pueblo de Jerusalén en el momento de la Pasión, hemos
gritado “Crucifícale”. Y como Pedro hemos preferido decir que no le conocíamos
de nada, que nosotros no sabemos nada y que nunca nos hemos cruzado con ese
señor al que llaman Jesús.
Jesús llega a Jerusalén como rey
mesiánico, humilde y pacífico, en actitud de servicio y no como un rey temporal
que usa y abusa de su poder. La cruz es el trono desde donde reina (no le falta
la corona real), amando y perdonando. En efecto, el Evangelio de Lucas se puede
resumir diciendo que revela el amor de Jesús manifestado en la misericordia y
el perdón.
Este perdón y esta misericordia se muestran durante toda la vida de Jesús, pero de una manera eminente se hacen sentir cuando Jesús es clavado en la cruz. ¡Qué significativas resultan las tres palabras que, desde la cruz, escuchamos hoy de los labios de Jesús!:
Este perdón y esta misericordia se muestran durante toda la vida de Jesús, pero de una manera eminente se hacen sentir cuando Jesús es clavado en la cruz. ¡Qué significativas resultan las tres palabras que, desde la cruz, escuchamos hoy de los labios de Jesús!:
- Él ama y perdona incluso a sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
- Al ladrón de su derecha, que le pide un recuerdo en el Reino, también lo perdona y lo salva: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
- Jesús perdona y ama sobre todo en el momento supremo de su entrega, cuando exclama: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Ésta es la última lección del Maestro
desde la cruz: la misericordia y el perdón, frutos del amor. ¡A nosotros nos
cuesta tanto perdonar! Pero si hacemos la experiencia del amor de Jesús que nos
excusa, nos perdona y nos salva, no nos costará tanto mirar a todos con una
ternura que perdona con amor, y absuelve sin mezquindad.
FELIZ SEMANA SANTA
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