viernes, 19 de abril de 2019

SÁBADO SANTO "ESPERANDO LA RESURRECCIÓN"


No podemos pasar un Sábado Santo sin pensar que es un día de luto, de tristeza infinita, de vacío, de silencio de plomo que envuelve a toda la Iglesia. Pero al mismo tiempo, un día puente entre la esperanza y la alegría. De esto mucho sabía nuestra Madre la Virgen María, pero poco los discípulos, amigos y seguidores de Cristo. Los que decían conocer y confiar en Jesús, se encontraban desilusionados, rotos, acabados, porque tenían la esperanza en un Jesús, Dios Rey liberador del momento instantáneo, que soluciona el problema ya, en ese momento; y sus expectativas se vinieron abajo.

Los apóstoles tenían hasta miedo, ¿qué iba a ser ahora sin el Maestro? Pensaban que todo lo que habían hecho, visto y vivido no había valido la pena. Viendo así a un Jesús fracasado, muerto y sepultado, para ellos todo había finalizado. Pero estaban obviando la parte más importante: la resurrección, la solución, la verdad detrás de toda esa situación de penuria y desesperanza, de pérdida de fe en el peor momento. Perdemos la fe.  En los momentos más difíciles de nuestras vidas, perdemos la fe, igual que los Apóstoles.

Pero insisto hermanos en no podemos vivir un Sábado Santo como ellos, como los Apóstoles lo vivieron, sino como lo vivió Nuestra Madre, la Virgen María, clave en este día. Mujer heroica de gran fe, ni se acercó al sepulcro porque ella no estaba desilusionada, ni asustada, ella confiaba firmemente y aguardaba y meditaba todas las palabras de Jesús en su corazón: “al tercer día, el Hijo de Dios, resucitará de entre los muertos”. Y ahí estaba la Virgen, entre ayuno y oración, esperando la resurrección. Confiaba plenamente en Jesús.

Y aquí viene lo más bonito, el gran ejemplo, la Virgen María, y aún a pesar de haber vivido un auténtico calvario, infinito sufrimiento, lo peor, lo peor que puede vivir una madre, ver como su hijo es traicionado, negado, escupido, humillado, ultrajado, cargando con un madero y una corona de espinas incrustada en la cabeza, hasta crucificarlo, clavarlo con tres clavos en una cruz, y como colofón final, una lanza traspasaba su corazón. ¿Os podéis imaginar dantesca imagen? Y allí, en directo, sin anestesia, sola, la Virgen al pie de la cruz, aceptando su cruz, dolida, muy dolida, pero agarrándose en ese momento, aferrándose en ese momento a la alarma, a la herramienta más eficaz que Jesús nos dejó, que es la fe. La fe. A las palabras de su Hijo se agarró la Virgen María, y ella era humana, como nosotros, de carne y hueso, los mismos sentimientos, todo igual, pero con una gran diferencia que nosotros, tenía esperanza, tenía fe. Nunca la perdió, aún a pesar de haber vivido lo peor, una verdadera cruz para una madre, un verdadero dolor infinito, inaguantable. Me encanta, es nuestro modelo.

Juan estaba allí, con su madre, en la cruz. Pero ella nunca dudó, nunca dudó de la palabra del Señor. Y lo que comentaba, para mí es un modelo porque cuando le dijo “Aquí tienes a tu madre” “Madre, aquí tienes a tu hijo”, es decir, aquí tienes a tu referente, a tu madre, a tu modelo, modelo de vida, que en el peor momento de su vida no perdió la fe. La Virgen espera y no olvida. Ella fue la única que mantuvo la promesa de Dios, una llama viva de esperanza y de fe. Sabía, a diferencia de los discípulos, que con la muerte de su hijo, aquí no terminaba la cosa, a revés, sino que con su muerte empezaba todo. ¡Qué gran receta nos dejó!, ¡qué gran receta!, la Virgen: fe y esperanza en esos instantes de profundo dolor y sufrimiento.

Hermanos, os invitos a unirnos a la devoción de Nuestra Santísima Madre Virgen María, la Virgen de la Soledad, pero también de la Esperanza, os invito a vivir nuestras cruces como ella lo hizo, nuestra cruz del día a día que puede llegar a crucificarnos, a sepultarnos literalmente. Pero nunca perdamos la fe. 

Ante el dolor de la vida imitemos a nuestra Madre, ¿y cómo?, pues con el verbo “estar”. Estando. Estar en silencio ante el misterio de la muerte física, psicológica. Hay muchas formas de muerte, pero esperando, sin perder la fe a que Jesús actúe y haga brillar en nuestras vidas la luz en medio de las tinieblas, esperando que la alegría triunfe sobre la tristeza, el amor sobre el odio y la vida sobre la muerte. Porque, con su resurrección, hemos resucitado todos. Con su resurrección todos hemos resucitado con Él.

Y para finalizar, me gustaría leer este fragmento que me encanta: “Si hay noches oscuras, también hay alboradas luminosas. Hay siempre un tercer día, en el que  Dios, tarde o temprano, cumple sus promesas”. Todos tenemos un tercer día y se hace presente más allá de nuestras esperanzas, de nuestros deseos, como el alba de la resurrección.

Que os sirva esta reflexión para que en los peores momentos de vuestra vida, como lo sufrió la Virgen María, tengamos fe y esperanza en el Señor, porque, como he comentado antes, todos nos hemos salvado con el Señor, hemos resucitado con Él. Él tuvo el tercer día de resucitación. Nosotros también tendremos un tercer día donde el Señor nos resucitará de todas las cosas.
Amén.

Deborah F-A Delgado

No hay comentarios:

Publicar un comentario