No podemos pasar un Sábado Santo
sin pensar que es un día de luto, de tristeza infinita, de vacío, de silencio
de plomo que envuelve a toda la Iglesia. Pero al mismo tiempo, un día puente
entre la esperanza y la alegría. De esto mucho sabía nuestra Madre la Virgen
María, pero poco los discípulos, amigos y seguidores de Cristo. Los que decían
conocer y confiar en Jesús, se encontraban desilusionados, rotos, acabados,
porque tenían la esperanza en un Jesús, Dios Rey liberador del momento instantáneo,
que soluciona el problema ya, en ese momento; y sus expectativas se vinieron
abajo.
Los apóstoles tenían hasta miedo, ¿qué iba a
ser ahora sin el Maestro? Pensaban que todo lo que habían hecho, visto y vivido
no había valido la pena. Viendo así a un Jesús fracasado, muerto y sepultado, para
ellos todo había finalizado. Pero estaban obviando la parte más importante: la
resurrección, la solución, la verdad detrás de toda esa situación de penuria y
desesperanza, de pérdida de fe en el peor momento. Perdemos la fe. En los momentos más difíciles de nuestras
vidas, perdemos la fe, igual que los Apóstoles.
Pero insisto hermanos en no
podemos vivir un Sábado Santo como ellos, como los Apóstoles lo vivieron, sino
como lo vivió Nuestra Madre, la Virgen María, clave en este día. Mujer heroica
de gran fe, ni se acercó al sepulcro porque ella no estaba desilusionada, ni
asustada, ella confiaba firmemente y aguardaba y meditaba todas las palabras de
Jesús en su corazón: “al tercer día, el Hijo de Dios, resucitará de entre los
muertos”. Y ahí estaba la Virgen, entre ayuno y oración, esperando la
resurrección. Confiaba plenamente en Jesús.
Y aquí viene lo más bonito, el
gran ejemplo, la Virgen María, y aún a pesar de haber vivido un auténtico
calvario, infinito sufrimiento, lo peor, lo peor que puede vivir una madre, ver
como su hijo es traicionado, negado, escupido, humillado, ultrajado, cargando
con un madero y una corona de espinas incrustada en la cabeza, hasta
crucificarlo, clavarlo con tres clavos en una cruz, y como colofón final, una
lanza traspasaba su corazón. ¿Os podéis imaginar dantesca imagen? Y allí, en
directo, sin anestesia, sola, la Virgen al pie de la cruz, aceptando su cruz,
dolida, muy dolida, pero agarrándose en ese momento, aferrándose en ese momento
a la alarma, a la herramienta más eficaz que Jesús nos dejó, que es la fe. La
fe. A las palabras de su Hijo se agarró la Virgen María, y ella era humana,
como nosotros, de carne y hueso, los mismos sentimientos, todo igual, pero con una
gran diferencia que nosotros, tenía esperanza, tenía fe. Nunca la perdió, aún a
pesar de haber vivido lo peor, una verdadera cruz para una madre, un verdadero
dolor infinito, inaguantable. Me encanta, es nuestro modelo.
Juan estaba allí, con su madre,
en la cruz. Pero ella nunca dudó, nunca dudó de la palabra del Señor. Y lo que
comentaba, para mí es un modelo porque cuando le dijo “Aquí tienes a tu madre”
“Madre, aquí tienes a tu hijo”, es decir, aquí tienes a tu referente, a tu
madre, a tu modelo, modelo de vida, que en el peor momento de su vida no perdió
la fe. La Virgen espera y no olvida. Ella fue la única que mantuvo la promesa
de Dios, una llama viva de esperanza y de fe. Sabía, a diferencia de los
discípulos, que con la muerte de su hijo, aquí no terminaba la cosa, a revés,
sino que con su muerte empezaba todo. ¡Qué gran receta nos dejó!, ¡qué gran
receta!, la Virgen: fe y esperanza en esos instantes de profundo dolor y
sufrimiento.
Hermanos, os invitos a unirnos a
la devoción de Nuestra Santísima Madre Virgen María, la Virgen de la Soledad,
pero también de la Esperanza, os invito a vivir nuestras cruces como ella lo hizo,
nuestra cruz del día a día que puede llegar a crucificarnos, a sepultarnos
literalmente. Pero nunca perdamos la fe.
Ante el dolor de la vida imitemos
a nuestra Madre, ¿y cómo?, pues con el verbo “estar”. Estando. Estar en
silencio ante el misterio de la muerte física, psicológica. Hay muchas formas
de muerte, pero esperando, sin perder la fe a que Jesús actúe y haga brillar en
nuestras vidas la luz en medio de las tinieblas, esperando que la alegría
triunfe sobre la tristeza, el amor sobre el odio y la vida sobre la muerte.
Porque, con su resurrección, hemos resucitado todos. Con su resurrección todos
hemos resucitado con Él.
Y para finalizar, me gustaría
leer este fragmento que me encanta: “Si hay noches oscuras, también hay
alboradas luminosas. Hay siempre un tercer día, en el que Dios, tarde o temprano, cumple sus promesas”.
Todos tenemos un tercer día y se hace presente más allá de nuestras esperanzas,
de nuestros deseos, como el alba de la resurrección.
Que os sirva esta reflexión para
que en los peores momentos de vuestra vida, como lo sufrió la Virgen María,
tengamos fe y esperanza en el Señor, porque, como he comentado antes, todos nos
hemos salvado con el Señor, hemos resucitado con Él. Él tuvo el tercer día de
resucitación. Nosotros también tendremos un tercer día donde el Señor nos
resucitará de todas las cosas.
Amén.
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