“Dad gracias
al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” reza el salmo de hoy. Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de
la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción
particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in
misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una
historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras:
“Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su
corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado,
es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó
Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a
la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado
al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez
resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen
en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
El saludo del
resucitado es “Paz a vosotros”. Más que el saludo habitual en la cultura
hebrea, podemos sentirlo como la expresión del deseo de lo que él quiere
suscitar con su presencia viva entre nosotros. Desde ahí, ¿qué podemos aportar
las comunidades cristianas a la búsqueda de la paz?
En la
enseñanza y en la vida de Jesús la paz ocupa un lugar destacado, su vida, de
hecho, está enmarcada en dos anuncios de paz: los pastores que dormían al raso
y soñaban el amanecer de la justicia son alentados por el anuncio del
nacimiento de un Niño que traía consigo la paz a la tierra y, los discípulos
del Maestro, en la hora de su partida, reciben como herencia espiritual el
encargo de ser testigos de la paz: “mi paz os dejo, mi paz os doy”.
La paz, la que
nace de un corazón nuevo y no de simples armisticios entre las partes en
conflicto, es una consecuencia, en primer lugar, de la presencia de Jesús
y los valores del Reino en la comunidad que hacen que, por encima de
cualquier interés particular o nacional, se coloque la dignidad de toda
persona humana y, en segundo lugar, de la transformación que la vida
nueva, inaugurada en la Pascua, obra en los discípulos de Jesús. Las personas
que han experimentado el paso del hombre viejo al hombre nuevo se sienten
movidos a superar la lógica del odio, la muerte, la venganza y la destrucción
para dar paso a una nueva civilización construida sobre los cimientos del amor,
la verdad, la justicia y la paz.
Jesús le
dice a Tomás, “no seas incrédulo sino creyente”. Desde el trabajo por la paz
estamos llamados a creer en la fuerza del Espíritu del resucitado que es capaz
de cambiar los corazones de piedra por corazones de carne. Creer en el poder de
la comunidad que junto a Jesús, el Príncipe de la Paz, es capaz de derribar los
muros que separan a los hermanos: el odio, la injusticia, la exclusión, la
violencia, etc. Creer en los otros, evitar la tentación de la
desconfianza para que nos podamos sentar en la misma mesa a dialogar y diseñar
un nuevo orden social. Esto requiere transparencia y honestidad. No nos
cansemos de buscar la paz, de crear un clima favorable para conseguirla y no
pongamos zancadillas a los esfuerzos de las personas que se trabajan por
lograrla.
Somos llamados y enviados a ser constructores de paz.
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