domingo, 8 de abril de 2018

II DE PASCUA (DIVINA MISERICORDIA)


“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” reza el salmo de hoy. Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.

El saludo del resucitado es “Paz a vosotros”. Más que el saludo habitual en la cultura hebrea, podemos sentirlo como la expresión del deseo de lo que él quiere suscitar con su presencia viva entre nosotros. Desde ahí, ¿qué podemos aportar las comunidades cristianas a la búsqueda de la paz?

En la enseñanza y en la vida de Jesús la paz ocupa un lugar destacado, su vida, de hecho, está enmarcada en dos anuncios de paz: los pastores que dormían al raso y soñaban el amanecer de la justicia son alentados por el anuncio del nacimiento de un Niño que traía consigo la paz a la tierra y, los discípulos del Maestro, en la hora de su partida, reciben como herencia espiritual el encargo de ser testigos de la paz: “mi paz os dejo, mi paz os doy”.

La paz, la que nace de un corazón nuevo y no de simples armisticios entre las partes en conflicto, es una consecuencia, en primer lugar, de la presencia de Jesús y los valores del Reino en la comunidad que hacen que, por encima de cualquier interés particular o nacional, se coloque la dignidad de toda persona humana y, en segundo lugar, de la transformación que la vida nueva, inaugurada en la Pascua, obra en los discípulos de Jesús. Las personas que han experimentado el paso del hombre viejo al hombre nuevo se sienten movidos a superar la lógica del odio, la muerte, la venganza y la destrucción para dar paso a una nueva civilización construida sobre los cimientos del amor, la verdad, la justicia y la paz.

 Jesús le dice a Tomás, “no seas incrédulo sino creyente”. Desde el trabajo por la paz estamos llamados a creer en la fuerza del Espíritu del resucitado que es capaz de cambiar los corazones de piedra por corazones de carne. Creer en el poder de la comunidad que junto a Jesús, el Príncipe de la Paz, es capaz de derribar los muros que separan a los hermanos: el odio, la injusticia, la exclusión, la violencia, etc.  Creer en los otros, evitar la tentación de la desconfianza para que nos podamos sentar en la misma mesa a dialogar y diseñar un nuevo orden social. Esto requiere transparencia y honestidad. No nos cansemos de buscar la paz, de crear un clima favorable para conseguirla y no pongamos zancadillas a los esfuerzos de las personas que se trabajan por lograrla.

Somos llamados y enviados a ser constructores de paz.




No hay comentarios:

Publicar un comentario