En la Eucaristía se unen
inseparablemente el sacrificio y el banquete: es el memorial de la cruz y, al
mismo tiempo, el alimento espiritual de los fieles (CIC 1382). San Pablo
recuerda: “Cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis
la muerte del Señor hasta que vuelva” (1 Cor 11,26). El Concilio de Trento
afirmó que en este sacramento se ofrece el mismo Cristo inmolado en la cruz,
solo que de manera incruenta. Esta presencia real de Cristo se explica por la
doctrina de la transubstanciación, según la cual la sustancia del pan y
del vino se convierte en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, permaneciendo solo
sus apariencias (CIC 1376). Santo Tomás de Aquino precisaba que Cristo está
presente “bajo las especies sacramentales” y no como en un lugar físico (Suma
Teológica III, q.76).
San Ignacio de Antioquía, que fue
discípulo directo de San Juan, el apóstol amado quien se recostó sobre el pecho
de Jesús en la última cena, nos acerca este misterio para entender lo que Jesús
enseñó sobre su cuerpo y su sangre.
En su carta a los cristianos de Esmirna alrededor del año 110, San Ignacio escribió, refiriéndose a los herejes, que ellos se abstienen de la Eucaristía y de la oración porque no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la carne que sufrió por nuestros pecados y que el Padre resucitó por su bondad. San Ignacio no estaba escribiendo siglos después ni especulando una interpretación. Él transmitía lo que recibió de los apóstoles: la Eucaristía es la carne de Cristo.
En el apocalipsis vemos al cordero como inmolado, pero vivo. Así es la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado entregándose eternamente por nosotros. Cristo murió una sola vez, la
misa no repite el sacrificio, lo hace presente al cristiano, pero actualizado
sacramentalmente en el tiempo.
Algunos dicen que Jesús hablaba en sentido figurado cuando dijo este es mi cuerpo, pero en Juan 6,51-57 leemos que Jesús repite una y otra vez “mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” y cuando muchos se escandalizaron lo abandonaron, pero Jesús no los corrigió, no suavizó sus palabras porque hablaba de algo real. así los primeros cristianos eran acusados de canibalismo por los paganos, morían mártires como San Ignacio por algo que creían real, creían porque sabían que Cristo mismo se hacía presente en cada misa.
La Eucaristía no es solo un símbolo. San Agustín, otro testigo de la
fe antigua, dijo, “nadie come de esta carne sin antes haberla adorado. No
sería pecado adorarlo sino pecado no adorarla”
La Eucaristía no solo nos une a
Cristo, sino que edifica a la Iglesia: quienes comulgan participan de un mismo
pan y se hacen un solo cuerpo (cf. CIC 1396; 1 Cor 10,17). Como afirmaba San
Agustín: “Si vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros, es vuestro
misterio el que está sobre la mesa del Señor” (Sermón 272). Por ello, la
constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II la llama “fuente y
culmen de toda la vida cristiana” (LG 11).
Este sacramento es memorial en
sentido pleno: no es solo recuerdo simbólico, sino actualización sacramental de
la Pasión y Resurrección de Cristo (CIC 1366). San Ignacio de Antioquía la
llamaba “medicina de inmortalidad y antídoto contra la muerte” (Carta a los
Efesios, 20). Para recibir dignamente la comunión es necesario estar en gracia
de Dios, de lo contrario, advierte San Pablo, se come y bebe la condenación (1
Cor 11,27-29; CIC 1385).
Desde los primeros siglos, los
cristianos se reunían el domingo para celebrar la fracción del pan (Hch 20,7).
San Justino Mártir, en el siglo II, describió la celebración eucarística con
gran semejanza a la Misa actual (Apología I, 65-67). Así, la tradición siempre
reconoció en ella el signo de unidad de la Iglesia: “Un solo pan, y todos
participamos de ese único pan” (1 Cor 10,17).
Eucaristía no es un símbolo
bonito, es Cristo, es amor que se queda, es Dios que no se cansa de venir a ti.
Nosotros solo podemos hacer lo que hizo la Iglesia desde sus inicios: adorar el
misterio, recibirlo con humildad, alimentarnos de este pan vivo bajado del
cielo: “el que come de mi carne y bebe de mi sangre tiene vida eterna y
yo lo resucitaré en el último día”.
Así, el sacramento de la Eucaristía es el
corazón mismo de la fe cristiana: memorial vivo del amor de Cristo, fuente de
unidad y caridad, prenda de la gloria futura y esperanza de la Iglesia que
peregrina hacia el banquete eterno del Reino de Dios.
Y tú ¿te atreves a recibirlo?
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