La base bíblica del sacramento se
encuentra en las palabras de Jesús resucitado a los apóstoles: “Reciban el
Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). Con este
mandato, Cristo confirió a la Iglesia, por medio de los apóstoles y sus
sucesores, el poder de perdonar los pecados en su nombre.
San Pablo también alude a este
ministerio de reconciliación cuando escribe: “Todo esto proviene de Dios,
que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la
reconciliación” (2 Co 5,18). Así, la Iglesia ejerce como instrumento
visible de la misericordia divina.
De acuerdo con el Catecismo de la
Iglesia católica solo les confirió el poder de perdonar pecados: “Solo Dios
perdona los pecados” (Marcos 2:7). "Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice
de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la
tierra» (Marcos 2:10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados»
(Marcos 2:5; y Lucas 7:48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús
confiere este poder a los hombres (Juan 20:21-23) para que lo ejerzan en su
nombre (CIC 1441).
El Catecismo de la Iglesia
Católica también nos enseña que: “Los que se acercan al sacramento de la
Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a
Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia” (CIC 1422). Este
sacramento, por tanto, no es solo un acto individual, sino también eclesial: al
pecar se hiere al Cuerpo de Cristo, y en la reconciliación se restaura la
comunión.
Santo Tomás de Aquino explica que
este sacramento es necesario porque, aunque el bautismo borra todos los
pecados, la fragilidad humana hace que los cristianos vuelvan a caer. Por eso
Dios, en su infinita bondad, dispuso este “segundo bautismo”, no de agua, sino
de lágrimas y arrepentimiento.
El efecto principal de la
Penitencia es el perdón de los pecados mortales y, con él, la
recuperación de la gracia santificante. También otorga paz y consuelo
espiritual, así como la fortaleza para no recaer. El Catecismo afirma: “La
reconciliación con Dios es, por así decirlo, el renacimiento espiritual, cuya
imagen más bella es la vuelta del hijo pródigo a la casa paterna” (CIC
1468).
El ejemplo del hijo pródigo
(Lc 15,11-32) es quizá la parábola más clara del amor misericordioso del Padre.
El hijo, arrepentido, vuelve humillado, pero es recibido con alegría y fiesta.
Así también, cada penitente experimenta que Dios no se cansa de perdonar.
Este sacramento, aunque puede ser
recibido cada vez que se necesite, la Iglesia manda confesar los pecados graves
al menos una vez al año (cf. CIC 1457), especialmente en tiempo de Cuaresma,
como preparación para la Pascua.
El papa Francisco ha recordado
muchas veces que “la confesión no es una sala de torturas, sino un encuentro
con la misericordia del Señor”. El confesor actúa “in persona Christi”, es
decir, en nombre de Cristo, y guarda el secreto sacramental de modo absoluto.
Para recibir dignamente este
sacramento, la tradición de la Iglesia señala cinco pasos esenciales:
Examen de conciencia
El examen de conciencia es
recordar los pecados que hemos cometido desde la última confesión bien hecha,
para poderlos decir al sacerdote que nos confiesa.
Arrepentimiento y contrición
Es tener la intención de no
volver a cometer los pecados que se van a confesar (es decir, tener el
propósito de enmienda), en atención a la justicia y la misericordia de Dios. El
arrepentimiento busca sentir interiormente la culpa por los pecados cometidos,
aunque el sentimiento ―que es involuntario― en sí no es necesario para hacer
una buena confesión; nada más la voluntad ―que es libre― es requerida. El
arrepentimiento conlleva el deseo de reparar el daño hecho por los pecados
cometidos.
Confesión
La fase de la confesión consiste
en la enumeración verbal de todos los pecados mortales y veniales a un sacerdote
con facultad de absolver. Esta enumeración deberá ser clara, concisa,
concreta y completa. Los sacerdotes están obligados a
guardar en secreto los pecados confesados durante esta fase, lo que se conoce
como sigilo sacramental o secreto de arcano. Un sacerdote jamás, bajo ninguna
circunstancia, puede romper este secreto. El Código de Derecho Canónico indica que,
de ser violado, el sacerdote queda automáticamente excomulgado: “El sigilo
sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al
confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por
ningún motivo”. (CDC, canon 983,1)
La confesión debe ser completa,
es decir, debe especificar todos los pecados en tipo y número, así como las
circunstancias que modifiquen la naturaleza del pecado.
Para que el sacramento de la
Penitencia sea válido, el penitente debe confesar todos los pecados mortales.
Si el penitente calla voluntaria y conscientemente algún pecado mortal, la
confesión no es válida y el penitente comete sacrilegio. Una persona que ha
ocultado a sabiendas un pecado mortal debe confesar el pecado que ha ocultado,
mencionar los sacramentos que ha recibido desde ese momento y confesar todos
los pecados mortales que ha cometido desde su última buena confesión. Si el
penitente se olvida de confesar un pecado mortal durante la Confesión, el
sacramento es válido y sus pecados son perdonados, pero debe contar el pecado
mortal en la próxima Confesión si nuevamente le viene a la mente.
El sacerdote con facultad de
absolver, después de haber indicado la penitencia, y haber dado consejosapropiados si le pareciera oportuno o si el penitente mismo lo pide, da la
absolución con esta fórmula: Dios Padre misericordioso, que reconcilió
consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el
Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio
de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (CIC 1449).
El penitente responde «Amén».
Satisfacción
La satisfacción, también llamada
penitencia, es una acción indicada por el sacerdote y llevada a cabo por el
penitente como reparación por sus pecados.
La confesión sincera requiere
humildad. El libro de los Proverbios dice: “El que encubre sus faltas no
prospera; el que las confiesa y se aparta, alcanzará misericordia” (Prov
28,13). La penitencia impuesta por el confesor, aunque sea leve, une al
penitente a la cruz de Cristo y lo ayuda a reparar el daño causado por el
pecado.
En resumen, el Sacramento de la
Penitencia es un don precioso que nos permite levantarnos cada vez que caemos.
Es signo del amor infinito de Dios, que nunca abandona a sus hijos y siempre
los invita a volver a la casa paterna. Por medio de este sacramento, el
cristiano experimenta la verdad de las palabras del salmo: “Misericordia
quiero, y no sacrificios” (Os 6,6; Mt 9,13).


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