Siempre que entro en una Iglesia,
Templo, Catedral, mi primera acción, amén de santiguarme, es mirar donde se
encuentra esa luz, de color rojo generalmente, para en primer lugar dirigirme
hacia allí, porque sé que allí se encuentra el anfitrión de la casa, al que
debo presentarle mis respetos, saludarlo y hacerle saber que sé que está ahí,
aunque no lo vea, pero que noto su presencia. También puedo observar como muchos fieles que entran en dichos lugares, hacen un recorrido por las imágenes, sobre todo ante los Cristos crucificados, haciendo sus oraciones, olvidándose que aunque en la imagen parece que si está, no está, mientras que en el Sagrario que parece que no está, realmente si está.
La vela del Santísimo no es, por tanto, un
simple adorno. Es un signo visible de fe, una forma de proclamar que Cristo
está verdaderamente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el
pan consagrado que se reserva en el Sagrario. El fuego, desde la antigüedad,
representa la presencia divina, la vida y el amor ardiente de Dios. Así como la
zarza ardía sin consumirse ante Moisés (cf. Ex 3,2), la lámpara del Santísimo
arde ante Aquel que es el “Dios con nosotros” (Mt 1,23).
El Concilio de Trento (Sesión
XIII, cap. 5) reafirmó la práctica de reservar la Eucaristía fuera de la Misa “para
que el tesoro divino permanezca entre nosotros”. El Código de Derecho
Canónico establece en el canon 940: “Ante el Santísimo Sacramento debe arder
continuamente, al menos mientras esté reservado, una lámpara especial para
significar y honrar la presencia de Cristo.”
El fuego encendido, pues, no sólo
indica que el Señor está ahí, sino que le tributa adoración y honor. La lámpara
se convierte en una forma silenciosa de alabanza perpetua.
La presencia del fuego en el
culto tiene raíces antiguas. En el Éxodo (27,20-21), Dios ordena a Moisés que
arda continuamente una lámpara ante el Arca de la Alianza, signo de su
presencia entre el pueblo, “Mandarás a los israelitas que te traigan aceite
puro de oliva molida para el alumbrado, para alimentar continuamente la llama”.
En el Libro de Samuel (1 Sam 3,3)
se dice que “la lámpara de Dios aún no se había apagado” cuando el joven
Samuel escuchó la voz del Señor. Así, la luz que arde en el templo es símbolo
de la escucha y vigilancia espiritual.
Jesús mismo se presenta como “la
Luz del mundo” (Jn 8,12), y nos invita a mantener encendida nuestra lámpara
interior (cf. Mt 25,1-13). La lámpara del Santísimo recuerda a la comunidad esa
llamada a velar y orar ante Él.
Según la tradición litúrgica, la
lámpara debe ser visible, digna y colocada cerca del Sagrario. Tradicionalmente
se usa aceite o cera —símbolos de pureza y sacrificio—, aunque hoy se permite
el uso de lámparas eléctricas si el mantenimiento del fuego resulta difícil. Sin
embargo, muchos templos conservan el uso de la llama viva, porque expresa mejor
el calor del amor y la adoración.
Cada vez que un fiel entra en la
iglesia y ve encendida esa luz, sabe que Jesús está allí. Esa pequeña llama nos
invita al silencio, la adoración y la intimidad con el Señor. Es una llamada
constante a “visitar al Amigo” que nos espera. San Manuel González, el “obispo
del Sagrario abandonado”, solía decir: “Esa lámpara encendida es un corazón
que arde por el Amor vivo que habita en el Sagrario.”
En un mundo lleno de ruidos y
distracciones, la vela del Santísimo habla sin palabras. Enseña a las nuevas
generaciones que la Iglesia no está vacía, que Cristo vive y permanece entre
nosotros. Cada llama encendida es una profesión de fe, una pequeña Pascua
diaria: la luz que vence a las tinieblas.
La vela del Santísimo no es una
costumbre antigua sin sentido: es una profesión visible de amor y fe
eucarística. En ella se une la tradición bíblica, la norma litúrgica y la
devoción del pueblo. Cuando veas esa llama arder, recuerda: no estás solo; el
Señor está contigo.
“He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mt 28,20)

Aunque esté permitida la luz eléctica ésta pierde parte de su sentido. La vela "arde" y el hecho de "arder" lleva implicito un sentido de amor, de purificación, de celo, de oración. La llama viva, que nos recuerda la presencia de Cristo , nos recuerda también cual debe ser nuestra actitud ante Su presencia. No dejemos apagarde nunca la vela del Santísimo.
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