miércoles, 12 de noviembre de 2025

EL SACRAMENTO DEL ORDEN SACERDOTAL

El Sacramento del Orden es uno de los más grandes dones que Cristo ha dejado a su Iglesia. A través de él, algunos fieles, elegidos por Dios y por la Iglesia son consagrados para servir a Dios y a su pueblo como pastores, maestros y ministros de los sacramentos en nombre de Cristo. No se trata de un privilegio, sino de una vocación divina de servicio y amor pastoral. “Nadie se arroga este honor, sino el que es llamado por Dios” (Hb 5,4).

El Catecismo enseña que “el Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos” (CIC, 1536). Por este sacramento, el sacerdote actúa in persona Christi Capitis, es decir, en la persona de Cristo Cabeza.

Jesucristo, durante su vida pública, instituyó un grupo de doce personas a quienes llamó «apóstoles» y que le seguían en su vida y predicación itinerante por Galilea y Judea (cf. Mc 3:14-15). A estos dio poderes especiales para expulsar demonios y curar enfermedades y continuaran su misión (cf. Mc 3,14-15). El evangelista Lucas indica que Jesús escogió también a otros 72 llamados «discípulos» y los envió con idénticos poderes que los de los apóstoles (cf. Lc 10:1-2). En la Última Cena, tras entregar el pan y el vino y hacer alusión a su cuerpo y sangre, les dijo: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19), confiándoles el poder de celebrar la Eucaristía. Después de su resurrección, Jesús confirió también a los apóstoles el poder de perdonar pecados en su nombre, sopló sobre ellos y les dio el Espíritu Santo: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). En estos dos momentos solemnes, así como en la venida del Espíritu Santo en Pentecostés que terminó de fortalecer a los apóstoles para la misión que habían recibido, la Iglesia reconoce la ocasión de la institución del sacramento del orden por parte de Cristo.

Desde los primeros tiempos, la comunidad cristiana reconoció la necesidad de pastores que presidieran la Eucaristía, enseñaran la Palabra y cuidaran de los fieles. Así en el libro de los Hechos de los apóstoles se narra la elección y luego misión de siete ayudantes (considerados por algunos como «diáconos» pero no resulta aclarado todavía el tema) y Pablo menciona que es necesario nombrar presbíteros en cada lugar donde se funda una comunidad. San Pablo recordaba a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6).

El Orden tiene tres grados o niveles que expresan distintas formas de servir:

El episcopado, confiere la plenitud del sacerdocio y torna el candidato legítimo sucesor de los apóstoles y le son confiados los oficios de enseñar, santificar y regir, “la misión de apacentar la Iglesia de Dios” (cf. CIC, 1555).

El presbiterado, configura el candidato al Cristo sacerdote y buen pastor. Es capaz de actuar en nombre de Cristo cabeza y administrar el culto divino, hace a los sacerdotes cooperadores del obispo en el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos.

El diaconado, confiere al candidato el orden para el servicio en la Iglesia, a través del culto divino, para el servicio de la Palabra, de la liturgia y de la caridad. “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,28).

El signo sacramental es la imposición de manos del obispo sobre el ordenando, acompañada de la oración consecratoria (una oración específica en el sacramento del orden sacerdotal). Este signo, que proviene de los tiempos apostólicos, expresa la efusión del Espíritu Santo y la transmisión del ministerio (cf. Catecismo 1573).

Solo un varón bautizado puede recibir válidamente el sacramento del Orden (cf. CIC 1024). La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, que eligió solo a hombres como apóstoles, enseña que no tiene autoridad para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres (cf. Ordinatio Sacerdotalis, San Juan Pablo II).

En la Iglesia latina, el celibato sacerdotal es un signo de entrega total al Reino de Dios: “Hay quienes se hacen eunucos por el Reino de los cielos” (Mt 19,12). El sacerdote se ofrece plenamente al Señor, con un corazón indiviso, para servir a todos con amor.

El Sacramento del Orden deja una marca espiritual indeleble, una configuración permanente con Cristo Sacerdote; por eso, “este sacramento no puede repetirse ni conferirse por tiempo limitado” (CIC, 1582). El sacerdote lo es para siempre, incluso si deja de ejercer el ministerio. Esta consagración configura ontológicamente al ministro con Cristo y lo capacita para actuar en su nombre.

El ministerio sacerdotal no es un privilegio, sino un servicio de amor y entrega. Como enseña el Concilio Vaticano II: “El sacerdocio ministerial forma y dirige al pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico en nombre de todo el pueblo y lo ofrece a Dios en el nombre de Cristo” (Lumen Gentium, 10). El sacerdote, configurado con Cristo Buen Pastor, está llamado a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11), a anunciar el Evangelio, a celebrar los sacramentos y a ser puente entre Dios y los hombres.

Como enseña el Concilio Vaticano II: “Los presbíteros, configurados con Cristo, participan de su oficio para edificar el Cuerpo de Cristo y servir al Pueblo de Dios” (Presbyterorum Ordinis, 2). La vida del sacerdote, por tanto, debe ser reflejo de Cristo Buen Pastor: un hombre de oración, de palabra, de misericordia y de Eucaristía. Su autoridad no es dominio, sino servicio. El Papa Francisco lo recuerda con claridad: “El sacerdote no es un funcionario, sino un pastor con olor a oveja, que vive en medio de su pueblo para servirlo” (Homilía del Crisma, 2013).

 El Sacramento del Orden es un tesoro para toda la Iglesia. Gracias a él, Cristo sigue presente en medio de nosotros: en cada Eucaristía, en cada absolución, en cada palabra de consuelo. Sin sacerdotes, no habría Eucaristía, ni reconciliación, ni un anuncio pleno del Evangelio. Cada vocación sacerdotal es un don que nace del corazón de Dios y crece en el seno de la comunidad cristiana. Por eso, el mismo Jesús nos exhorta: “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38).

“Te daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15).

 

 

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