El Catecismo enseña que “el
Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus
apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos”
(CIC, 1536). Por este sacramento, el sacerdote actúa in persona Christi
Capitis, es decir, en la persona de Cristo Cabeza.
Jesucristo, durante su vida
pública, instituyó un grupo de doce personas a quienes llamó «apóstoles» y que
le seguían en su vida y predicación itinerante por Galilea y Judea (cf. Mc
3:14-15). A estos dio poderes especiales para expulsar demonios y curar
enfermedades y continuaran su misión (cf. Mc 3,14-15). El evangelista Lucas
indica que Jesús escogió también a otros 72 llamados «discípulos» y los envió
con idénticos poderes que los de los apóstoles (cf. Lc 10:1-2). En la Última
Cena, tras entregar el pan y el vino y hacer alusión a su cuerpo y sangre, les
dijo: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19), confiándoles el poder de
celebrar la Eucaristía. Después de su resurrección, Jesús confirió también a
los apóstoles el poder de perdonar pecados en su nombre, sopló sobre ellos y
les dio el Espíritu Santo: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados” (Jn 20,22-23). En estos dos momentos solemnes, así como en la
venida del Espíritu Santo en Pentecostés que terminó de fortalecer a los
apóstoles para la misión que habían recibido, la Iglesia reconoce la ocasión de
la institución del sacramento del orden por parte de Cristo.
Desde los primeros tiempos, la
comunidad cristiana reconoció la necesidad de pastores que presidieran la
Eucaristía, enseñaran la Palabra y cuidaran de los fieles. Así en el libro de
los Hechos de los apóstoles se narra la elección y luego misión de siete
ayudantes (considerados por algunos como «diáconos» pero no resulta aclarado
todavía el tema) y Pablo menciona que es necesario nombrar presbíteros en cada
lugar donde se funda una comunidad. San Pablo recordaba a Timoteo: “Te
recomiendo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis
manos” (2 Tim 1,6).
El Orden tiene tres grados o
niveles que expresan distintas formas de servir:
El episcopado, confiere la
plenitud del sacerdocio y torna el candidato legítimo sucesor de los apóstoles
y le son confiados los oficios de enseñar, santificar y regir, “la misión de
apacentar la Iglesia de Dios” (cf. CIC, 1555).
El presbiterado, configura
el candidato al Cristo sacerdote y buen pastor. Es capaz de actuar en nombre de
Cristo cabeza y administrar el culto divino, hace a los sacerdotes cooperadores
del obispo en el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos.
El diaconado, confiere al
candidato el orden para el servicio en la Iglesia, a través del culto divino, para
el servicio de la Palabra, de la liturgia y de la caridad. “No he venido a
ser servido, sino a servir” (Mt 20,28).
El signo sacramental es la imposición de manos del obispo sobre el ordenando, acompañada de la oración consecratoria (una oración específica en el sacramento del orden sacerdotal). Este signo, que proviene de los tiempos apostólicos, expresa la efusión del Espíritu Santo y la transmisión del ministerio (cf. Catecismo 1573).
Solo un varón bautizado puede
recibir válidamente el sacramento del Orden (cf. CIC 1024). La Iglesia,
siguiendo el ejemplo de Cristo, que eligió solo a hombres como apóstoles,
enseña que no tiene autoridad para conferir la ordenación sacerdotal a las
mujeres (cf. Ordinatio Sacerdotalis, San Juan Pablo II).
En la Iglesia latina, el celibato
sacerdotal es un signo de entrega total al Reino de Dios: “Hay quienes se hacen
eunucos por el Reino de los cielos” (Mt 19,12). El sacerdote se ofrece
plenamente al Señor, con un corazón indiviso, para servir a todos con amor.
El Sacramento del Orden deja una marca
espiritual indeleble, una configuración permanente con Cristo Sacerdote; por
eso, “este sacramento no puede repetirse ni conferirse por tiempo limitado”
(CIC, 1582). El sacerdote lo es para siempre, incluso si deja de ejercer el
ministerio. Esta consagración configura ontológicamente al ministro con Cristo
y lo capacita para actuar en su nombre.
El ministerio sacerdotal no es un
privilegio, sino un servicio de amor y entrega. Como enseña el Concilio
Vaticano II: “El sacerdocio ministerial forma y dirige al pueblo sacerdotal,
realiza el sacrificio eucarístico en nombre de todo el pueblo y lo ofrece a
Dios en el nombre de Cristo” (Lumen Gentium, 10). El sacerdote, configurado
con Cristo Buen Pastor, está llamado a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn
10,11), a anunciar el Evangelio, a celebrar los sacramentos y a ser puente
entre Dios y los hombres.
Como enseña el Concilio Vaticano
II: “Los presbíteros, configurados con Cristo, participan de su oficio para
edificar el Cuerpo de Cristo y servir al Pueblo de Dios” (Presbyterorum
Ordinis, 2). La vida del sacerdote, por tanto, debe ser reflejo de Cristo Buen
Pastor: un hombre de oración, de palabra, de misericordia y de Eucaristía. Su
autoridad no es dominio, sino servicio. El Papa Francisco lo recuerda con
claridad: “El sacerdote no es un funcionario, sino un pastor con olor a
oveja, que vive en medio de su pueblo para servirlo” (Homilía del Crisma,
2013).
“Te daré pastores según mi
corazón” (Jer 3,15).


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