jueves, 4 de diciembre de 2025

SALMO 132 “DIOS ESTABLECE SU CASA ENTRE NOSOTROS”

El Salmo 132 es uno de los más bellos y ricos de toda la colección de los Cánticos de las subidas. Este himno acompaña a los peregrinos que, con el corazón agradecido, suben a Jerusalén para encontrarse con el Señor. Es un salmo que combina memoria, esperanza y promesa; un canto que revela el deseo profundo de Dios: habitar en medio de su pueblo.

1.Canción de las subidas. Acuérdate, Yahveh, en favor de David, de todos sus desvelos,

2.del juramento que hizo a Yahveh, de su voto al Fuerte de Jacob:

3.«No he de entrar bajo el techo de mi casa, no he de subir al lecho en que reposo,

4.sueño a mis ojos no he de conceder ni quietud a mis párpados,

5.mientras no encuentre un lugar para Yahveh, una Morada para el Fuerte de Jacob.»

6.Mirad: hemos oído de Ella que está en Efratá, ¡la hemos encontrado en los Campos del Bosque!

7.¡Vayamos a la Morada de él, ante el estrado de sus pies postrémonos!

8.¡Levántate, Yahveh, hacia tu reposo, tú y el arca de tu fuerza!

9.Tus sacerdotes se vistan de justicia, griten de alegría tus amigos.

10.En gracia a David, tu servidor, no rechaces el rostro de tu ungido.

11.Juró Yahveh a David, verdad que no retractará: «El fruto de tu seno asentaré en tu trono.

12.«Si tus hijos guardan mi alianza, el dictamen que yo les enseño, también sus hijos para siempre se sentarán sobre tu trono.»

13.Porque Yahveh ha escogido a Sión, la ha querido como sede para sí:

14.«Aquí está mi reposo para siempre, en él me sentaré, pues lo he querido.

15.«Sus provisiones bendeciré sin tasa, a sus pobres hartaré de pan,

16.de salvación vestiré a sus sacerdotes, y sus amigos gritarán de júbilo.

17.«Allí suscitaré a David un fuerte vástago, aprestaré una lámpara a mi ungido;

18.de vergüenza cubriré a sus enemigos, y sobre él brillará su diadema».

El salmo comienza recordando la intensa dedicación de David: “No he de entrar bajo el techo de mi casa… mientras no encuentre un lugar para Yahveh” (Sal 132,3–5).

David, rey y pastor, busca un lugar digno para el Arca, signo de la presencia divina. San Agustín explica que este ardor no es simple preocupación arquitectónica, sino símbolo de un corazón que desea que Dios tome posesión de su vida (Enarrationes in Psalmos, 131). Esta actitud nos interpela hoy: ¿buscamos a Dios con la misma pasión? ¿Le damos un espacio real en nuestro día a día, en nuestras familias, en nuestra parroquia?

El pueblo recuerda luego el gozo de encontrar la morada del Señor: “¡La hemos encontrado… vayamos a la Morada de él!” (Sal 132,6–7). La fe se convierte en peregrinación llena de alegría. Esta experiencia evoca otro salmo: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor” (Sal 122,1).

A veces olvidamos que ir a la iglesia no es una obligación pesada, sino un encuentro festivo con el Dios vivo. Una comunidad cristiana auténtica se reconoce por la alegría con que celebra, acoge y ora.

En el centro del salmo encontramos la respuesta de Dios, que es fiel a su palabra: “Sión ha escogido… Aquí está mi reposo para siempre” (Sal 132,13–14).

Dios no quiere ser un visitante ocasional, sino un habitante permanente. En el Nuevo Testamento, esta promesa se cumple en Jesús: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Y, tras la resurrección, Cristo nos asegura: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28,20).

La Iglesia es la continuación de esta presencia: “La Iglesia es la morada de Dios con los hombres” (Catecismo 756). Nuestras parroquias, entonces, no son solo estructuras físicas, sino signos vivos del deseo de Dios de acompañarnos y caminar con nosotros.

El salmo recuerda también la promesa mesiánica hecha a David: “El fruto de tu seno asentaré en tu trono” (Sal 132,11). Esta promesa anuncia al Mesías, el Hijo de David, cuya llegada ilumina toda la historia bíblica. San León Magno afirma que en Cristo se cumplen todas las expectativas del Antiguo Testamento, porque Él es la “luz que no se apaga” y el Rey cuyo reinado no tiene fin (Sermón 31).

Finalmente, Dios promete bendiciones concretas para su pueblo: pan para los pobres, sacerdotes revestidos de salvación, y alegría para los fieles (cf. Sal 132,15–16).

Este tríptico revela la misión de la Iglesia: caridad, santidad y gozo. Cristo nos recuerda: “Dadles vosotros de comer” (Mc 6,37), invitándonos a cuidar de los más necesitados. Y también: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14), animándonos a irradiar esperanza en cada rincón de nuestra vida.

El Salmo 132 nos invita a renovar nuestra fe en un Dios que cumple lo que promete, que permanece fiel incluso cuando nosotros no lo somos, y que quiere hacer de cada comunidad un hogar donde Él pueda “descansar” y reinar. Que nuestras parroquias sean lugares donde todos puedan encontrar consuelo, alimento, oración y alegría. Que seamos, como David, corazones ardientes que buscan y preparan un lugar para Dios.

 

sábado, 29 de noviembre de 2025

EL ADVIENTO “Déjame nacer en ti”

El Adviento es el tiempo litúrgico que marca el comienzo del año cristiano y prepara la celebración de la Navidad, la venida de Jesucristo. La palabra adviento proviene del latín “adventus Redemptoris” que significa venida del redentor. Tiene un fuerte contenido catequético, espiritual y bíblico. Un tiempo precioso en el que Dios nos invita a despertar, a prepararnos espiritualmente para la celebración del nacimiento de Cristo. San Pablo lo dice con fuerza: “Ya es hora de despertarse” (Rom 13,11).

El tiempo de Adviento tiene una duración de cuatro semanas en el que podemos distinguir dos periodos. En el primero de ellos se nos orienta hacia la espera de la venida gloriosa de Cristo, por eso las lecturas de la misa invitan a vivir la esperanza en la venida del Señor en todos sus aspectos: su venida al final de los tiempos, su venida ahora, cada día, y su venida hace dos mil años.

En el segundo periodo se orienta más directamente a la preparación de la Navidad. Se nos invita a vivir con más alegría, porque estamos cerca del cumplimiento de lo que Dios había prometido. Los evangelios de estos días nos preparan ya directamente para el nacimiento de Jesús.

En orden a hacer sensible esta doble preparación de espera, la liturgia suprime durante el Adviento una serie de elementos festivos. De esta forma, en la misa ya no rezamos el Gloria, se reduce la música con instrumentos, los adornos festivos, las vestiduras son de color morado, el decorado de la Iglesia es más sobrio, etc. Todo esto es una manera de expresar tangiblemente que, mientras dura nuestro peregrinar, nos falta algo para que nuestro gozo sea completo. Y es que quien espera es porque le falta algo. Cuando el Señor se haga presente en medio de su pueblo, habrá llegado la Iglesia a su fiesta completa, significada por solemnidad de la fiesta de la Navidad.

Tenemos cuatro semanas en las que Domingo a Domingo nos vamos preparando para la venida del Señor.

La primera de las semanas de adviento está centrada en la venida del Señor al final de los tiempos, es el tiempo de la esperanza, basada en la fidelidad de Dios. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (Is 9,1). Dios responde a la esperanza humana enviando al Salvador. La liturgia nos invita a estar en vela, manteniendo una especial actitud de conversión.

La segunda semana nos invita, por medio del Bautista a «preparar los caminos del Señor»; esto es, a mantener una actitud de permanente conversión, nuestro corazón debe prepararse para recibir a Cristo. “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.” (Mateo 3,3) La conversión consiste en abrirnos a la gracia, revisar nuestra vida y reconciliarnos.

La tercera semana preanuncia ya la alegría mesiánica, pues ya está cada vez más cerca el día de la venida del Señor. Aunque sigue siendo un tiempo de sobriedad, el Adviento está marcado por la alegría confiada. “Estén siempre alegres en el Señor.” (Flp 4,4). La alegría nace de saber que Dios viene a salvarnos.

Finalmente, la cuarta semana ya nos habla del advenimiento del Hijo de Dios al mundo. María es figura, central, vive la espera con fe, humildad y disponibilidad y su espera es modelo y estímulo de nuestra espera. “Hágase en mí según tu palabra.” (Lc 1,38). Ella enseña a esperar a Cristo desde dentro, con corazón obediente.

La corona de Adviento es uno de los símbolos más hermosos y pedagógicos de este tiempo litúrgico. Su fuerza catequética es muy grande porque combina signos visuales, ritmo de espera, oración y luz.

¿Qué es la corona de Adviento? Es un símbolo cristiano que se utiliza para preparar espiritualmente la Navidad. La tradición consiste en colocar cuatro velas, dentro de un círculo formado por ramas y hojas perennes. La primera vela se encenderá el primer domingo de adviento y sucesivamente deberán encenderse cada domingo hasta el domingo previo a la llegada de Navidad las velas restantes. La Iglesia no tiene una norma rígida sobre ella (no es algo obligatorio ni litúrgico en sentido estricto), pero está profundamente extendida en parroquias y familias porque ayuda a vivir la fe en casa.

En cuanto a los colores de las velas, tienen que ser velas púrpuras y una de color rosa (también pueden ser de diferentes colores morada, verde, blanca y roja).

El círculo simbolizaba la eternidad, porque no tiene principio ni fin, representa la eternidad de Dios, su amor sin límites, la esperanza que nunca se agota. Dios no abandona a su pueblo; su fidelidad es eterna.

El verde es color de vida, frescura y esperanza, simboliza vida nueva, renovación interior, esperanza cristiana. La gracia de Dios mantiene viva nuestra fe aun en tiempos fríos o difíciles.

Las cuatro velas simbolizaban la luz que vence a la oscuridad. Representan las cuatro semanas del Adviento. Cada vela se enciende progresivamente: la luz crece, como la esperanza que se acerca a la Navidad. Sus significados son: La primera vela morada representa la esperanza y expectativa ante la llegada de Cristo, Dios cumple sus promesas. La segunda, morada o verde, representa la Conversión: "Preparad el camino del Señor", la tercera de color blanco o rosa es la vela de la Alegría (Gaudete): El Señor está cerca y la cuarta y última vela, púrpura o roja, que representa la paz.”, Cristo viene a habitar entre nosotros. A veces se añade una quinta vela blanca, que se enciende en la noche de Navidad para representar a Cristo.

Cada domingo, al encender una vela más, proclamamos: que la luz de Cristo ilumina nuestras tinieblas, que la esperanza cristiana crece con la cercanía del Señor, que la venida de Jesús disipa la oscuridad del pecado y del miedo. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (Is 9,1)

La corona de Adviento nos recuerda que la luz de Cristo siempre crece, incluso cuando todo parece oscuro. Cada vela encendida nos dice: “Dios está cerca. Su venida trae vida, paz y esperanza.”

Adviento es el tiempo en que Dios se inclina hacia nosotros. No es solo un recuerdo de Belén; es una visita actual, silenciosa pero real. Cristo viene hoy a tocar los rincones oscuros de nuestra vida, esos que escondemos incluso de nosotros mismos.

Adviento es la mano suave de Dios sacudiendo nuestro corazón, recordándonos que no estamos hechos para vivir dormidos, resignados o sin esperanza. Él viene a traernos luz. Adviento es dejar que Cristo nazca en nosotros hoy. Su venida no es solo un recuerdo, sino un acontecimiento presente.

En un mundo que muchas veces vive agotado, dividido o temeroso, el Adviento proclama una verdad profunda: Dios no se ha cansado de nosotros. Él viene, una y otra vez, no para exigir, sino para sanar y abrazar.

Dejemos que este Adviento sea un tiempo de gracia verdadera. Encendamos una luz cada semana, pero, sobre todo, una luz en el corazón: la de la esperanza, la conversión, la alegría y el amor. Digámosle juntos al Señor: “Ven, Señor Jesús. Nace en nuestra vida, renueva nuestra historia, y haz de nosotros testigos de tu luz.”

Que su corazón confiado sea tu guía. Abre tus manos. Deja que este Adviento sea un verdadero comienzo. El Señor está cerca, viene para quedarse.

jueves, 27 de noviembre de 2025

EL SALMO 8

El Salmo 8 es una meditación poética sobre la majestad de Dios manifestada en la creación y la paradójica dignidad del ser humano. Es un himno de alabanza que celebra la grandeza de Dios y la nada del hombre, y la elevada posición que Dios ha concedido a la humanidad. Es un salmo puente: mira a los cielos… y mira al hombre. Contempla la creación… y descubre la vocación humana. Este equilibrio es central para toda la fe bíblica.

2. ¡Yahvé, Señor nuestro, ¡qué glorioso es tu nombre en toda la tierra! Tú que asientas tu majestad sobre los cielos,
3. por boca de chiquillos, de niños de pecho, cimentas un baluarte frente a tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes.
4. Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que pusiste,
5. ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides?
6. Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y esplendor;
7. señor lo hiciste de las obras de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies:
8. ovejas y bueyes, juntos, y hasta las bestias del campo,
9. las aves del cielo, los peces del mar que circulan por las sendas de los mares.

“¡Qué glorioso es tu nombre en toda la tierra!” (v. 2)

El salmo comienza y termina con esta aclamación, estableciendo el tono de asombro y alabanza. Todo el universo proclama la gloria de Dios. El "nombre" de Dios representa su carácter, su naturaleza y sus atributos, que son infinitamente grandiosos, visibles en toda la creación. “Lo invisible de Dios… se deja ver desde la creación del mundo a través de sus obras.” (Rm 1,20); “Por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su Creador.” (Sb 13,5).

La fe bíblica reconoce que el mundo no es fruto del azar, sino huella (“huella dactilar”, dirá la teología) de la sabiduría divina. El salmo invita a contemplar el cielo como un lenguaje que habla de Dios (cf. Sal 19,2).

“Por boca de niños de pecho cimentas un baluarte” (v. 3)

Este verso expresa un tema clave: Dios se sirve de lo débil para confundir a lo fuerte. Jesús cita este versículo "¿oyes lo que dicen estos?. Si -dice Jesús- ¿No habéis leído nunca que  De la boca de los niños y de los que aun maman te preparaste la alabanza?" (Mt 21,16) para mostrar que los sencillos reconocen su obra antes que los poderosos. “Dios escogió lo débil del mundo para confundir a lo fuerte.” (1 Cor 1,27). Teológicamente, esto muestra la paradoja del Reino: Dios vence no por poder humano, sino por la humildad. Desde los niños hasta la cruz de Cristo, la victoria divina pasa por lo pequeño.

 “Al ver tu cielo… ¿qué es el hombre?” (vv. 4–5)

Esta es la pregunta central del salmo: la paradoja del hombre. Ante la inmensidad del cosmos, el hombre parece insignificante “¿Qué es el hombre para que lo pienses?” (Sal 144,3), “¿Qué es el hombre para hacer tanto caso de él?” (Job 7,17). Sin embargo, la respuesta divina es sorprendente: Dios ha dotado al ser humano de una dignidad inmensa, haciéndolo "poco menos que un dios" (o "poco inferior a los ángeles", según otras traducciones): “te acuerdas de él… te cuidas de él” … Teológicamente, esto afirma la antropología bíblica, el hombre no vale por su fuerza, sino porque es pensado, querido y cuidado por Dios.

“Apenas inferior a un dios lo hiciste” (v. 6)

Al contemplar tu creación celestial, la luna y las estrellas, uno se pregunta qué es el ser humano para que te ocupes de él. Lo hiciste poco menos que un dios, coronándolo de gloria y dignidad."

En hebreo, “elohim” puede significar “Dios”, “dioses” o “seres celestes”. El ser humano es la criatura más digna de toda la creación visible. Conecta directamente con Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza…” (Gen 1,26–27). “Dios creó al hombre para la inmortalidad, a imagen de su propia naturaleza.” (Sb 2,23).

Para los Padres de la Iglesia, esta dignidad encuentra su cumbre en Cristo: “La gloria de Dios es el hombre viviente.” (San Ireneo); Hebreos 2,6–9 cita este salmo aplicándolo a Cristo, mostrando que Él es el Hombre pleno, coronado en la resurrección.

 “Todo lo pusiste bajo sus pies” (vv. 7–9)

Este mandato retoma el dominio responsable dado en Génesis, este dominio no es para la explotación, sino un ministerio de cuidado y administración amorosa, reflejando la soberanía de Dios en la tierra.: “Dominen la tierra.” (Gen 1,28). “Puso Dios al hombre en el jardín para cultivarlo y guardarlo.” (Gen 2,15). El Nuevo Testamento relee este dominio en Cristo: “Todo lo sometió bajo sus pies.” Efesios 1,22; “Dios sometió todas las cosas bajo Él.” (1 Cor 15,27). Cristo es el nuevo Adán que realiza plenamente la vocación humana.

Podemos resumir este salmo en cuatro afirmaciones teológicas:  Dios es grande y su creación es un reflejo de su gloria, el cosmos no es solo bello; es sacramental. El hombre es pequeño ante el universo, pero inmenso ante Dios, la ciencia dice que somos minúsculos; la fe dice que somos amados. El ser humano es imagen de Dios y representante suyo en la creación, no para explotar, sino para custodiar.  Cristo es la plenitud del proyecto humano, en él vemos lo que el hombre está llamado a ser: coronado de gloria y honor, restaurando el orden original.

Aunque el Salmo 8 habla originalmente de la dignidad del ser humano dentro del proyecto creador de Dios, el Nuevo Testamento interpreta el Salmo 8 de una manera profundamente cristológica, viendo en Jesús el cumplimiento perfecto del "hombre" ideal descrito por David. Las promesas de gloria y dominio, aunque dadas a la humanidad en general, solo se realizan plenamente en Cristo. Hombre perfecto “Lo coronaste de gloria y honor; todo lo sometiste bajo sus pies.” (1. Hb 2,6-9), pero añade algo fundamental: aunque vemos que el hombre no domina completamente la creación, sí vemos a Jesús, coronado de gloria por su pasión y resurrección.

El autor de la Carta a los Hebreos aplica directamente el Salmo 8 a Jesús. Señala que, si bien la humanidad en general no ha visto aún todas las cosas sometidas a sus pies (todavía hay sufrimiento y muerte), sí vemos a Jesús, quien fue "hecho un poco inferior a los ángeles" (mediante su encarnación y muerte) y ahora está "coronado de gloria y honor" tras su resurrección y ascensión. La humanidad encuentra en Él su verdadera vocación: reinar, no destruyendo, sino amando y entregándose. "Porque Dios ha sometido todas las cosas bajo sus pies. Pero cuando dice que todo le ha sido sometido, es evidente que se excluye a Aquel que le sometió todas las cosas." (1 Cor 15,27). Lo aplica a la victoria de Cristo sobre: el pecado, los poderes espirituales, y la muerte (el último enemigo).

El dominio del salmo se cumple en la resurrección. “Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza.” (Efesios 1,20-22) Aquí aparece el plan: Cristo realiza plenamente la autoridad humana. La Iglesia participa espiritualmente de ese señorío. Cristo revela lo que el hombre está llamado a ser, y en Él la humanidad recupera su dignidad y misión.

El Salmo 8 nos invita a tres actitudes: 

1. Asombro: Recuperar la capacidad de admirarse ante la creación. El que se asombra… alaba. El que alaba… se humaniza.
2. Humildad: Recordar que somos pequeños. Que toda grandeza viene de Dios.
3. Responsabilidad: Cuidar lo que Dios ha puesto en nuestras manos: la naturaleza, la familia, nuestra comunidad, nuestra vida interior.

Es un himno de asombro ante la generosidad de Dios hacia el ser humano. La teología judía lo ve como una afirmación de la dignidad humana y el mandato de cuidar la creación. Para los cristianos, este salmo adquiere su pleno significado en Jesucristo. Él es el "Hijo del Hombre" (un término que Jesús usaba a menudo para referirse a sí mismo) que, a través de su humildad, muerte y resurrección, ha restaurado y perfeccionado la dignidad y el dominio que Dios pretendió originalmente para la humanidad. Nos invita a ejercer nuestra propia "soberanía" sobre la creación, no con orgullo, sino con el amor y el espíritu de servicio de Cristo.

sábado, 22 de noviembre de 2025

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO: ¿QUIÉN REINA EN TU CORAZÓN?

La solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, comúnmente llamada Cristo Rey, es una de las celebraciones más significativas del calendario litúrgico de la Iglesia Católica. Se celebra el último domingo del Tiempo Ordinario, justo antes del inicio del Adviento, por lo que también marca el cierre del año litúrgico. La Iglesia celebra la solemnidad de Cristo Rey y nos invita a contemplar a Jesús no como un monarca distante o un gobernante poderoso según los criterios humanos, sino como el Rey que reina desde el amor, la verdad y el sacrificio, nos invita a renovar nuestra fe en la realeza de Cristo, no como un rey terrenal, sino como Señor centro de toda la creación y de nuestros corazones, de nuestra propia vida.

La festividad fue instituida por el papa Pío XI en 1925 mediante la encíclica Quas Primas, en un contexto mundial de creciente secularismo, nacionalismos y regímenes totalitarios. El Papa deseaba recordar al mundo que la verdadera autoridad proviene de Cristo, y que su reino es de justicia, amor y paz. Originalmente se celebraba a finales de octubre, pero tras el Concilio Vaticano II (1969), fue trasladada al último domingo del año litúrgico, para subrayar su dimensión escatológica: Cristo como Rey que vendrá en gloria al final de los tiempos.

La liturgia de Cristo Rey está impregnada de simbolismo y solemnidad. Los colores litúrgicos son el blanco o dorado, símbolos de realeza y gloria. Se subraya que, aunque Cristo se manifiesta como Rey, su trono fue una cruz, su corona fue de espinas, y su poder se manifiesta en la misericordia, en el amor y el sacrificio.

La festividad tiene un fuerte soporte en la Escritura. Algunos textos clave son: El Hijo del Hombre recibe un reino eterno por parte del Anciano de Días. “Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.” (Daniel 7,13-14); Salmo 93: ¡El Señor es Rey!; Apocalipsis 1,5-8: Jesucristo es el Príncipe de los reyes de la tierra; Juan 18,33-37: Jesús ante Pilato declara: “Mi reino no es de este mundo”. Sus palabras ante Pilato no indican que su reinado sea irreal, sino que pertenece a otra lógica, la del amor que transforma.

En un mundo que exalta el éxito, el poder y el consumo, Jesús nos propone un estilo de vida diferente. Nos recuerda que el verdadero reinado se ejerce sirviendo, defendiendo la dignidad de todos, especialmente de los más pequeños y vulnerables.

Celebrar a Cristo Rey hoy es más que una conmemoración histórica: es una llamada a reconocer a Jesús como el centro de nuestra vida personal y comunitaria. Su reinado no se impone por la fuerza, sino que se acepta libremente desde la fe. Él reina cuando vivimos según el Evangelio, cuando promovemos la verdad, la justicia y el amor fraterno, reina cuando la justicia y la caridad se hacen visibles. Por eso, es muy importante recordar que el Reino ya está germinando, especialmente cada vez que nos comprometemos en acciones concretas de amor.

Este domingo es una ocasión ideal para renovar nuestra consagración a Cristo Rey, tanto personal como comunitariamente. Como fieles, somos llamados a reconocer que Él es el Señor de nuestra historia, el que da sentido a todo lo que somos y esto no es una idea abstracta; es un llamado a dejar que su amor guíe nuestras acciones, pensamientos y palabras.

Señor Jesús, Rey del universo, hoy renovamos nuestra entrega a tu amor.
Te consagramos nuestra vida, familia y comunidad.
Reina en nuestros corazones con tu paz y tu verdad.
Haznos testigos fieles de tu Reino de amor. 
Amén.

Que Cristo Rey reine en tu hogar, en tu corazón y en nuestra comunidad. ¡Feliz solemnidad!

jueves, 20 de noviembre de 2025

SALMO 130 — UN CÁNTICO DE SÚPLICA, CONFIANZA Y ESPERANZA

El Salmo 130 es uno de los Siete Salmos Penitenciales y también un Cántico de las Subidas, los cantos que los peregrinos entonaban al subir a Jerusalén, conocido como "De Profundis", es un grito desde lo más profundo. ¿Cómo buscar a Dios en momentos de desesperación? Este salmo penitencial expresa un grito angustiado a Dios, reconociendo el pecado y anhelando el perdón. El texto enfatiza la misericordia divina y la esperanza en la redención. Temas como el arrepentimiento, la espera paciente y la confianza en la palabra de Dios son centrales.

Este salmo resuena fuertemente en el mensaje de Jesús: Cristo viene a rescatar de las culpas, como dice el verso 8. Él mismo es la “aurora” que el centinela espera. El perdón dado por Dios en este salmo se realiza plenamente en la cruz y resurrección. Muchos Padres de la Iglesia consideraron este salmo como un anuncio de la Redención.

1.Canción de las subidas. Desde lo más profundos grito a ti, Yahveh:
2. ¡Señor, escucha mi clamor! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas!
3.Si en cuenta tomas las culpas, oh Yahveh, ¿quién, Señor, resistirá?
4.Mas el perdón se halla junto a ti, para que seas temido.
5.Yo espero en Yahveh, mi alma espera en su palabra;
6.mi alma aguarda al Señor más que los centinelas la aurora; más que los centinelas la aurora,
7.aguarde Israel a Yahveh. Porque con Yahveh está el amor, junto a él abundancia de rescate;
8.él rescatará a Israel de todas sus culpas.

Hay momentos en la vida en los que las palabras no salen fácilmente. Momentos en los que uno siente que el corazón está “en lo hondo”, en ese lugar donde se mezclan el cansancio, la incertidumbre y la necesidad profunda de consuelo. Precisamente desde ahí nace el Salmo 130: Desde lo más profundo grito a ti, Señor”.

El salmista no empieza su oración desde un lugar luminoso, sino desde la oscuridad. Y, sin embargo, su grito no es desesperación, sino confianza. Él sabe que Dios escucha incluso lo que apenas podemos pronunciar. Clama a Dios "desde lo profundo", expresando angustia y desesperación, pero al mismo tiempo reconociendo que solo Dios puede escuchar y responder. La oración en la aflicción es central en este salmo “Invoqué tu Nombre, Yahveh, desde la hondura de la fosa. Tú oíste mi grito: «¡No cierres tu oído a mi oración que pide ayuda!».” (Lam 3,55-56). “En mi angustia clamé a Yahvé y él me respondió; desde el seno del abismo grité y tú me escuchaste.” (Jonas 2:3). A veces basta un susurro, un gemido del alma, para que el Señor se incline hacia nosotros.

El salmo nos recuerda una verdad que libera: si Dios llevara cuenta estricta de nuestras culpas, nadie podría mantenerse en pie. Pero junto a Él está el perdón. No un perdón pequeño, limitado o condicional, sino un perdón abundante que nace de su misericordia. Esta certeza transforma la tristeza en esperanza. Si te fijas en las iniquidades, ¿quién podrá permanecer? El salmo enfatiza que todos somos pecadores y dependemos de la misericordia de Dios. Sin embargo, Dios perdona para que su pueblo lo tema y lo reverencie. “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,23-24), “En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia” (Ef 1,7),"Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda injusticia." (1 Jn 1:9).

Luego aparece una de las imágenes más hermosas de la Biblia: “Mi alma espera al Señor más que los centinelas la aurora.” Esperar al Señor se compara con un centinela que espera el amanecer. Esto expresa una esperanza activa y vigilante en la intervención divina, incluso en tiempos de incertidumbre El centinela no duda de que la luz llegará; simplemente la espera. Así es la fe: una espera confiada, paciente y activa. Aunque a veces la noche parezca larga, el creyente sabe que la aurora llega siempre, porque Dios cumple sus promesas. “Mientras que a los que esperan en Yahvé él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse”. (Is 40,31), "Por tanto, el Señor esperará, para tener misericordia de vosotros; y por eso se levantará para tener compasión de vosotros, porque Jehová es Dios de equidad; Bienaventurados todos los que esperan en él” (Is 30:18) “Espera en Yahvé, sé fuerte, ten ánimo, espera en Yahvé” (Sal 27,14).

El salmo concluye con una exhortación a Israel a confiar en el Señor, cuya redención es abundante. Dios no solo perdona, sino que redime completamente a su pueblo “Aguarde Israel al Señor.” La misericordia que uno experimenta no se guarda para sí, sino que se comparte. Quien ha sido levantado por Dios se convierte, casi sin darse cuenta, en testigo de esperanza para otros. “Esperando la esperanza bienaventurada y manifestación de gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, deseoso de bellas obras” (Tit 2,13-14), “Bendice, alma mía, a Yahvé, nunca olvides sus beneficios” (Sal 103,2).

El Salmo 130 es una brújula para el corazón. Nos enseña a orar sin miedo, a presentarnos ante Dios tal como estamos, con nuestras luces y sombras. Nos recuerda que la última palabra en nuestra vida no la tiene el pecado ni el cansancio, sino la misericordia.

Es una oración profundamente humana: nace “desde lo más profundo”, desde ese lugar interior donde el sufrimiento y la esperanza se encuentran. Es perfecto para esos momentos en los que uno no sabe ni qué decir. Es un grito sincero: un corazón que reconoce su necesidad y a la vez confía totalmente en Dios. Es una oración que empieza en la oscuridad… y termina en la promesa de la luz.

Que este salmo nos ayude a confiar más, a esperar más y a descubrir, cada día, que Dios sale a nuestro encuentro incluso —y especialmente— cuando gritamos desde lo más profundo.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

Una alianza de amor fiel, fecundo y santo

El Matrimonio es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo. Como todos los sacramentos, es un signo visible que comunica una gracia invisible de Dios. En el matrimonio, Cristo mismo se hace presente en la unión del hombre y la mujer, y su amor se convierte en signo y participación del amor fiel de Dios hacia su pueblo.

El matrimonio tiene su raíz en el mismo designio creador de Dios. Desde el principio, el ser humano fue creado para la comunión: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gn 2,24).

Jesús mismo reafirma este proyecto originario cuando enseña: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6).

Así, Cristo eleva el matrimonio natural entre el hombre y la mujer a la dignidad de sacramento, convirtiéndolo en signo visible del amor de Dios hacia su pueblo y del amor de Cristo hacia su Iglesia (cf. Ef 5,25-32).

En la Iglesia católica, el matrimonio es considerado una íntima comunidad de vida y amor creada por Dios y regida por sus leyes, que se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento irrevocable. Esta definición se concreta jurídicamente en el Código de Derecho Canónico: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”. (CDC. 1055)

Esto quiere decir que, cuando los esposos se casan en Cristo, su unión deja de ser solo humana: se convierte en una unión santa, sellada por Dios y sostenida por su gracia.

El signo del sacramento no es algo externo como el anillo o las flores del templo. El signo sacramental es el consentimiento: el “sí, quiero” que los esposos se dan libremente el uno al otro ante Dios y la Iglesia.

El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad por el cual el hombre y la mujer se entregan y se aceptan mutuamente” (CIC, 1627).

En ese momento, ellos mismos son los ministros del sacramento: el sacerdote o el diácono solo es el testigo autorizado de la Iglesia. Por eso, el matrimonio es el único sacramento que los laicos se administran mutuamente.

La Iglesia reconoce cuatro propiedades esenciales del matrimonio:

Unidad: un solo hombre y una sola mujer (cf. Gn 2,24).

Indisolubilidad: vínculo permanente “hasta que la muerte los separe” (cf. Mc 10,9).

Fidelidad: signo del amor fiel de Cristo por su Iglesia (cf. Ef 5,25).

Fecundidad: abierta a la vida y a la educación cristiana de los hijos (cf. CIC, 1652).

Estas dimensiones son inseparables y reflejan la plenitud del amor humano en el plan de Dios.

Cristo habita con ellos, les da la fuerza de tomar su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar los unos las cargas de los otros” (CIC, 1642).

La gracia que Dios concede en el matrimonio es real y transformadora. El Espíritu Santo fortalece el amor humano de los esposos y lo purifica, para que puedan amarse con el mismo amor con que Cristo ama a la Iglesia “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella” (Ef 5,25).

El matrimonio no elimina las dificultades humanas, pero Dios actúa dentro de esa realidad, ayudando a los esposos a crecer en el amor verdadero.

En la cultura contemporánea, el matrimonio enfrenta desafíos significativos: la fragilidad de los vínculos afectivos, la crisis de compromiso, la banalización del amor y las ideologías que desdibujan la complementariedad entre hombre y mujer. Ante esto, el Papa Francisco ha recordado: “El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta a la llamada específica a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia” (Amoris Laetitia, n. 72).

La Iglesia invita hoy a los esposos a ser testigos vivos del amor fiel y misericordioso de Dios, construyendo familias sólidas y abiertas a la vida, verdaderas “iglesias domésticas” (cf. Lumen Gentium, 11).

El Papa Francisco insiste en que la pastoral matrimonial debe estar marcada por el acompañamiento, la misericordia y la integración: “Es necesario acompañar a los esposos para que descubran cada día el don que han recibido y lo custodien con gratitud y paciencia” (Amoris Laetitia, n. 217).

Las parroquias y comunidades están llamadas a ser espacios donde los matrimonios encuentren apoyo, formación y consuelo espiritual, especialmente en momentos de dificultad o crisis.

Podemos decir que: el Sacramento del Matrimonio no es solo un rito social o una bendición bonita, sino una acción real de Dios. Cristo se hace presente en la vida de los esposos, une sus corazones con un vínculo indisoluble, y los llena de su gracia para que su amor sea reflejo del suyo.

El matrimonio cristiano es un signo eficaz de la presencia de Cristo” (Amoris Laetitia, 73).

Referencias:

Biblia: Gn 1–2; Mt 19,3–9; Ef 5,21–33.

Catecismo de la Iglesia Católica: nn. 1601–1666.

Código de Derecho Canónico: cánones 1055–1165.

Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 48–52.

Papa Francisco, Amoris Laetitia (2016).

 

miércoles, 12 de noviembre de 2025

EL SACRAMENTO DEL ORDEN SACERDOTAL

El Sacramento del Orden es uno de los más grandes dones que Cristo ha dejado a su Iglesia. A través de él, algunos fieles, elegidos por Dios y por la Iglesia son consagrados para servir a Dios y a su pueblo como pastores, maestros y ministros de los sacramentos en nombre de Cristo. No se trata de un privilegio, sino de una vocación divina de servicio y amor pastoral. “Nadie se arroga este honor, sino el que es llamado por Dios” (Hb 5,4).

El Catecismo enseña que “el Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos” (CIC, 1536). Por este sacramento, el sacerdote actúa in persona Christi Capitis, es decir, en la persona de Cristo Cabeza.

Jesucristo, durante su vida pública, instituyó un grupo de doce personas a quienes llamó «apóstoles» y que le seguían en su vida y predicación itinerante por Galilea y Judea (cf. Mc 3:14-15). A estos dio poderes especiales para expulsar demonios y curar enfermedades y continuaran su misión (cf. Mc 3,14-15). El evangelista Lucas indica que Jesús escogió también a otros 72 llamados «discípulos» y los envió con idénticos poderes que los de los apóstoles (cf. Lc 10:1-2). En la Última Cena, tras entregar el pan y el vino y hacer alusión a su cuerpo y sangre, les dijo: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19), confiándoles el poder de celebrar la Eucaristía. Después de su resurrección, Jesús confirió también a los apóstoles el poder de perdonar pecados en su nombre, sopló sobre ellos y les dio el Espíritu Santo: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). En estos dos momentos solemnes, así como en la venida del Espíritu Santo en Pentecostés que terminó de fortalecer a los apóstoles para la misión que habían recibido, la Iglesia reconoce la ocasión de la institución del sacramento del orden por parte de Cristo.

Desde los primeros tiempos, la comunidad cristiana reconoció la necesidad de pastores que presidieran la Eucaristía, enseñaran la Palabra y cuidaran de los fieles. Así en el libro de los Hechos de los apóstoles se narra la elección y luego misión de siete ayudantes (considerados por algunos como «diáconos» pero no resulta aclarado todavía el tema) y Pablo menciona que es necesario nombrar presbíteros en cada lugar donde se funda una comunidad. San Pablo recordaba a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6).

El Orden tiene tres grados o niveles que expresan distintas formas de servir:

El episcopado, confiere la plenitud del sacerdocio y torna el candidato legítimo sucesor de los apóstoles y le son confiados los oficios de enseñar, santificar y regir, “la misión de apacentar la Iglesia de Dios” (cf. CIC, 1555).

El presbiterado, configura el candidato al Cristo sacerdote y buen pastor. Es capaz de actuar en nombre de Cristo cabeza y administrar el culto divino, hace a los sacerdotes cooperadores del obispo en el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos.

El diaconado, confiere al candidato el orden para el servicio en la Iglesia, a través del culto divino, para el servicio de la Palabra, de la liturgia y de la caridad. “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,28).

El signo sacramental es la imposición de manos del obispo sobre el ordenando, acompañada de la oración consecratoria (una oración específica en el sacramento del orden sacerdotal). Este signo, que proviene de los tiempos apostólicos, expresa la efusión del Espíritu Santo y la transmisión del ministerio (cf. Catecismo 1573).

Solo un varón bautizado puede recibir válidamente el sacramento del Orden (cf. CIC 1024). La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, que eligió solo a hombres como apóstoles, enseña que no tiene autoridad para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres (cf. Ordinatio Sacerdotalis, San Juan Pablo II).

En la Iglesia latina, el celibato sacerdotal es un signo de entrega total al Reino de Dios: “Hay quienes se hacen eunucos por el Reino de los cielos” (Mt 19,12). El sacerdote se ofrece plenamente al Señor, con un corazón indiviso, para servir a todos con amor.

El Sacramento del Orden deja una marca espiritual indeleble, una configuración permanente con Cristo Sacerdote; por eso, “este sacramento no puede repetirse ni conferirse por tiempo limitado” (CIC, 1582). El sacerdote lo es para siempre, incluso si deja de ejercer el ministerio. Esta consagración configura ontológicamente al ministro con Cristo y lo capacita para actuar en su nombre.

El ministerio sacerdotal no es un privilegio, sino un servicio de amor y entrega. Como enseña el Concilio Vaticano II: “El sacerdocio ministerial forma y dirige al pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico en nombre de todo el pueblo y lo ofrece a Dios en el nombre de Cristo” (Lumen Gentium, 10). El sacerdote, configurado con Cristo Buen Pastor, está llamado a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11), a anunciar el Evangelio, a celebrar los sacramentos y a ser puente entre Dios y los hombres.

Como enseña el Concilio Vaticano II: “Los presbíteros, configurados con Cristo, participan de su oficio para edificar el Cuerpo de Cristo y servir al Pueblo de Dios” (Presbyterorum Ordinis, 2). La vida del sacerdote, por tanto, debe ser reflejo de Cristo Buen Pastor: un hombre de oración, de palabra, de misericordia y de Eucaristía. Su autoridad no es dominio, sino servicio. El Papa Francisco lo recuerda con claridad: “El sacerdote no es un funcionario, sino un pastor con olor a oveja, que vive en medio de su pueblo para servirlo” (Homilía del Crisma, 2013).

 El Sacramento del Orden es un tesoro para toda la Iglesia. Gracias a él, Cristo sigue presente en medio de nosotros: en cada Eucaristía, en cada absolución, en cada palabra de consuelo. Sin sacerdotes, no habría Eucaristía, ni reconciliación, ni un anuncio pleno del Evangelio. Cada vocación sacerdotal es un don que nace del corazón de Dios y crece en el seno de la comunidad cristiana. Por eso, el mismo Jesús nos exhorta: “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38).

“Te daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15).

 

 

martes, 11 de noviembre de 2025

SALMO 121 DIOS PROTEGE SIN INTERRUPCIÓN

El Salmo 121 es uno de los llamados “Cánticos de ascenso” o “Cánticos graduales” (Salmos 120–134), que los peregrinos israelitas cantaban mientras subían hacia Jerusalén. Es un himno profundamente teológico sobre la protección constante de Dios.

Alzo mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá mi auxilio?

Mi auxilio viene de Yahvé, que hizo el cielo y la tierra.

¡No deja a tu pie resbalar! ¡No duerme tu guardián!

No duerme ni dormita el guardián de Israel.

Es tu guardián Yahvé, Yahvé tu sombra a tu diestra.

De día el sol no te herirá, tampoco la luna de noche.

Yahvé te guarda del mal, él guarda tu vida.

Yahvé guarda tus entradas y salidas, desde ahora para siempre.

El Salmo 121 enseña tres verdades fundamentales:

  1. Dios es la fuente del socorro verdadero.
  2. Dios protege sin interrupción.
  3. Dios guarda integralmente al creyente —su cuerpo, su alma y su camino.

Recuerda que Dios vela constantemente, por eso es uno de los salmos más recitados en situaciones de riesgo, viaje o cirugía, porque infunde confianza en la presencia constante de un Dios que nunca duerme ni abandona. incluso cuando uno está dormido o bajo anestesia. Es una oración de confianza y protección total: que todo salga bien, que las manos del personal médico sean guiadas y que haya paz en el corazón.

Veamos versículo a versículo.

Alzo mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá mi auxilio?” (v.1)

Mi auxilio viene de Yahvé, que hizo el cielo y la tierra” (v.2)

Los peregrinos miraban las montañas que rodean Jerusalén —símbolo de lo alto, lo divino, lo inalcanzable— y reconocían que su ayuda no viene de los montes en sí, sino de Dios, el Creador de todo. Esto enseña que la fe no se pone en medios humanos o naturales, sino en la fuente última del socorro: Dios mismo. “Ciertamente en vano se espera de los collados y de la multitud de los montes; verdaderamente en Jehová nuestro Dios está la salvación de Israel.” (Jr 3:23)

“¡No deja a tu pie resbalar! ¡No duerme tu guardián!” (v.3)

No duerme ni dormita el guardián de Israel.” (v.4)

Es tu guardián Yahvé, Yahvé tu sombra a tu diestra” (v.5)

En la antigüedad, los viajeros enfrentaban muchos peligros en el camino: caídas, ladrones, bestias, el calor del día. El salmista proclama que Dios no duerme; su vigilancia es perfecta e incesante. “Yo Jehová la guardo, cada momento la regaré; la guardaré de noche y de día.” (Is 27:3). 1 Reyes 18:27 contrasta a Elías burlándose de los dioses falsos: “Quizá duerme, y hay que despertarlo.”

Dios no necesita descanso: su cuidado es constante y personal. San Agustín comenta sobre este pasaje: “El que te guarda no dormirá: porque mientras el hombre duerme, Dios vela sobre él.” (Enarrationes in Psalmos, 121)

De día el sol no te herirá, tampoco la luna de noche” (v.6)

Esto representa la protección continua de Dios, en todo tiempo y lugar. Algunos comentaristas (como Matthew Henry) explican que el “sol” simboliza las aflicciones externas, mientras que la “luna” representa las internas o espirituales. Dios es la presencia protectora en todo momento, incluso en la oscuridad de la incertidumbre o la enfermedad. “Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube... y de noche en una columna de fuego.” (Ex 13:21)

Yahvé te guarda del mal, él guarda tu vida.” (v.7)

Aquí la protección trasciende lo físico: abarca el alma, la vida interior. “Nadie las arrebatará de mi mano.” (Jn 10:28–29) “Nada podrá separarnos del amor de Dios.” (Rm 8:38–39). Los teólogos reformados (como Juan Calvino) subrayan que esta promesa no significa ausencia de dolor, sino preservación espiritual: aun en la enfermedad o la muerte, el alma del creyente está segura en Dios.

Yahvé guarda tus entradas y salidas, desde ahora para siempre.” (v8)

Es una bendición de camino y de vida, una promesa de acompañamiento divino en cada etapa. “Bendito serás en tu entrar, y bendito en tu salir.” (Dt 28:6). “Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas.” (Pv 3:5–6)

Cuando el cuerpo se prepara para el descanso y la mente siente temor, recuerda que Dios no duerme. Él es tu guardador constante, aunque tú descanses, Dios sigue despierto; aunque no veas, Él está obrando.

El mismo que hizo los cielos y la tierra sostiene tu vida ahora. Tu entrada y tu salida están bajo Su cuidado amoroso. Nada escapa a Su mirada, y Su promesa permanece: “Jehová te guardará de todo mal; Él guardará tu alma.”

Este versículo es especialmente poderoso para quien va a ser operado, pues expresa que Dios está presente en el entrar al quirófano y en el salir de él, cuidando tanto el cuerpo como el alma.

Para los que están pendientes de una operación pueden recitar esta pequeña oración:

Señor, levanto mis ojos a Ti,

porque sé que de Ti viene mi ayuda.

En tus manos pongo mi vida y mi salud.

Guarda mi cuerpo mientras duermo,

guía con sabiduría las manos de los médicos,

y llena este lugar con Tu paz.

No temeré, porque Tú eres mi guardador.

Protégeme de todo mal y acompáñame

en esta entrada y en mi salida.

Que todo sea para mi bien y para Tu gloria.

Amén.

jueves, 6 de noviembre de 2025

SALMO 32: LA ALEGRÍA DEL PERDÓN QUE LIBERA

El Salmo 32 es uno de los llamados “salmos penitenciales” (junto con los Salmos 6, 38, 51, 102, 130 y 143). Atribuido a David, se caracteriza por una profunda experiencia de culpa, confesión y gracia. Es una joya espiritual que nos enseña que la verdadera felicidad no nace de tenerlo todo, sino de sentirnos perdonados por Dios. David, su autor, habla desde la experiencia de quien ha caído, ha reconocido su falta y ha sido levantado por la misericordia divina.

1.De David. Poema. ¡Dichoso el que es perdonado de su culpa, y le queda cubierto su pecado!
2.Dichoso el hombre a quien Yahveh no le cuenta el delito, y en cuyo espíritu no hay fraude.
3.Cuando yo me callaba, se sumían mis huesos en mi rugir de cada día,
4.mientras pesaba, día y noche, tu mano sobre mí; mi corazón se alteraba como un campo en los ardores del estío.
5.Mi pecado te reconocí, y no oculté mi culpa; dije: «Me confesaré a Yahveh de mis rebeldías.» Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado.
6.Por eso te suplica todo el que te ama en la hora de la angustia. Y aunque las muchas aguas se desborden, no le alcanzarán.
7.Tú eres un cobijo para mí, de la angustia me guardas, estás en torno a mí para salvarme.
8.Voy a instruirte, a mostrarte el camino a seguir; fijos en ti los ojos, seré tu consejero.
9.No seas cual caballo o mulo sin sentido, rienda y freno hace falta para domar su brío, si no, no se te acercan.
10.Copiosas son las penas del impío, al que confía en Yahveh el amor le envuelve.
11. ¡Alegraos en Yahveh, oh justos, exultad, gritad de gozo, todos los de recto corazón!

Veámoslo con detalle.

Dichoso aquel a quien se le perdona su culpa, a quien se le borra su pecado.” (v.1)

El término dichoso expresa una felicidad espiritual, fruto de la reconciliación con Dios. No se trata de una alegría superficial, sino de la paz que brota del perdón divino. El perdón es una acción soberana de Dios que restaura la comunión rota por el pecado.

Desde las primeras líneas, el salmista nos muestra que el perdón es una fuente de alegría y paz interior. No hay alivio más grande que saberse restaurado por el amor de Dios. En tiempos donde buscamos “bienestar emocional”, este salmo nos recuerda que la verdadera paz nace del corazón reconciliado.

David recuerda su experiencia de silencio y sufrimiento interior:

Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día” (v.3).

Es una imagen muy humana: cuando guardamos el pecado, algo dentro de nosotros se marchita. El alma se enferma. Pero cuando nos atrevemos a abrir el corazón, llega la luz:

Pero la clave del salmo se halla en el versículo 5:

Te confesé mi pecado, no te oculté mi culpa. Dije: ‘Confesaré al Señor mis faltas’, y tú perdonaste mi pecado.” (v.5)

Aquí está el centro del salmo: la confesión trae vida nueva. Dios no se cansa de perdonar; somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón. Cada vez que confesamos sinceramente, Dios borra la culpa y nos devuelve la alegría de los hijos amados.

San Agustín, en sus Confesiones y en su comentario a los Salmos, consideraba el Salmo 32 como una síntesis de la vida cristiana: el camino desde el ocultamiento del pecado hasta la libertad de los hijos de Dios, decía que este salmo le enseñó que no hay paz fuera de la misericordia. San Pablo también lo cita en su carta a los Romanos (4,6–8), recordando que la verdadera justicia viene de la gracia, no de nuestras obras.

Más adelante, el Señor promete:

Te instruiré, te enseñaré el camino que debes seguir; fijaré en ti mis ojos.” (v.8)

Dios no solo perdona: acompaña y enseña. Nos toma de la mano para que no volvamos a caer en los mismos errores. El perdón no es un simple “borrón y cuenta nueva”, sino un nuevo comienzo, un proceso de crecimiento moral y espiritual. El Señor nos educa con ternura, como un padre que guía a su hijo.

En su segunda parte, el salmo contrasta la docilidad del perdonado con la obstinación del que se resiste:

No seáis como el caballo o como el mulo, sin entendimiento…” (v.9).

Se subraya aquí que la verdadera libertad no consiste en hacer la propia voluntad, sino en aprender la sabiduría del corazón "¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón!"(cf. Sal 90:12).

El salmo termina con un llamado a la alegría:

Alégrense en el Señor, justos; griten de gozo los rectos de corazón.” (v.11)

El perdón desemboca siempre en fiesta. Cuando el alma se siente libre, canta. El perdón transforma la culpa en gratitud, el remordimiento en esperanza.

En nuestra sociedad, muchas veces vivimos cargando culpas, frustraciones o heridas del pasado. Intentamos taparlas con distracciones o justificaciones, pero el corazón sigue inquieto. El Salmo 32 nos invita a detenernos, mirar hacia dentro y decir con humildad: “Señor, he fallado, pero confío en tu misericordia.”

El sacramento de la Reconciliación sigue siendo hoy el espacio privilegiado donde este salmo cobra vida. Allí, como David, experimentamos la alegría de ser comprendidos, perdonados y renovados por el amor infinito de Dios.

Por eso, podemos repetir con fe:

“El que confía en el Señor, la misericordia lo rodeará.” (v.10)

Que esta palabra nos ayude a redescubrir el gozo de vivir reconciliados. Porque la felicidad más profunda no está en no haber caído, sino en haber sido levantados por el amor de Dios.


Señor, Tú conoces lo que guardamos en el corazón.
A veces callamos por miedo o vergüenza, y nos alejamos de Ti.
Enséñanos a confiar en tu misericordia,
a abrir el alma sin temor,
y a descubrir la alegría del perdón.
Cúbrenos con tu amor,
enséñanos tus caminos
y rodéanos con tu gracia.
Que, como David, podamos cantar:
“Tú perdonaste mi culpa, Señor, y me diste nueva vida.”

Amén.

“El verdadero bienestar no nace de la autosuficiencia, sino del perdón que libera.”

 

miércoles, 5 de noviembre de 2025

EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

Dios no abandona nunca al que sufre

El sacramento de la Unción de los Enfermos es uno de los sacramentos de curación, junto con la Penitencia. Su finalidad es comunicar la gracia, el consuelo y la fortaleza de Cristo a quienes atraviesan el sufrimiento físico o espiritual a causa de la enfermedad o de la vejez.

Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha orado por los enfermos siguiendo las palabras del apóstol Santiago: “¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor” (Sant 5,14-15).

Este gesto de unción con óleo bendecido y oración de fe tiene raíces profundas en la vida de Jesús. Durante su ministerio, Cristo se acercó a los enfermos, los consoló, los tocó y los curó. En cada curación, mostraba la cercanía del Reino de Dios y revelaba la compasión divina. La Iglesia continúa esa misión sanadora por medio de este sacramento.

En la Iglesia primitiva, el aceite bendecido se usaba como signo de curación espiritual y corporal. Con el tiempo, la práctica se fue restringiendo a los moribundos (“extremaunción”), perdiendo su carácter original.

El Concilio de Trento reafirma su sacramentalidad y establece que debe administrarse preferentemente a los gravemente enfermos, no solo a los moribundos.

El Concilio Vaticano II y Pablo VI (1972) restituyen su sentido original: unción de los enfermos. Es un sacramento de esperanza y fortaleza, no solo de despedida, que une el sufrimiento del enfermo a la pasión de Cristo.

Hoy, la Iglesia enseña que debe administrarse a todo cristiano gravemente enfermo o debilitado, incluso antes de un peligro de muerte. También puede repetirse cuando la enfermedad se agrava.

Por la Unción, el enfermo recibe la gracia del Espíritu Santo: se le da consuelo, paz y ánimo para soportar su enfermedad, se fortalece su fe y esperanza, se une más íntimamente a Cristo sufriente y glorioso, participando en su pasión redentora, puede recibir el perdón de los pecados si no pudo confesarse antes y si Dios lo quiere, obtiene también la recuperación de la salud corporal.

El rito central consiste en la imposición de manos del sacerdote, la unción en la frente y en las manos del enfermo, y la oración litúrgica que invoca la gracia del Señor. Este gesto sencillo expresa que Dios toca al ser humano con ternura y poder, curando su corazón y fortaleciendo su espíritu.

La familia y la comunidad parroquial tienen un papel importante: acompañan al enfermo con su oración, su cercanía y su fe. Así, toda la Iglesia se hace presente alrededor del que sufre, mostrando que nadie está solo en su dolor.

La Unción de los Enfermos es también un sacramento de esperanza: transforma la enfermedad en un momento de encuentro con Dios. En la debilidad se revela la fuerza del amor divino, y el enfermo se convierte en testigo vivo del Evangelio.

El Concilio Vaticano II recordó que, al recibir este sacramento, “la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve” (LG 11).

Es un signo de fe que mira más allá del sufrimiento y abre el corazón a la vida eterna, donde ya no habrá dolor ni lágrimas.

En definitiva, la Unción de los Enfermos nos recuerda que Dios no abandona al que sufre.

Este sacramento expresa la solidaridad de la comunidad: la familia, la Iglesia y Cristo mismo acompañan al enfermo. En la fragilidad humana se revela la fuerza de la gracia, transformando el sufrimiento en fuente de vida y esperanza. Cristo sigue tocando nuestras heridas y acompañando a quienes viven la enfermedad con fe. Es el sacramento del consuelo, la esperanza y la comunión con el Cristo que vence la muerte.

El Señor te conforte con su gracia, te libre de tus pecados y te levante con su poder.” (Oración de la Unción de los Enfermos)

 

domingo, 2 de noviembre de 2025

LA VELA DEL SANTÍSIMO: SIGNO DE LA PRESENCIA VIVA DE CRISTO

En muchos templos católicos, junto al Sagrario, se enciende una vela o lámpara que arde día y noche. Es un signo humilde, pero profundamente significativo: anuncia la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, el corazón vivo de la Iglesia.

Siempre que entro en una Iglesia, Templo, Catedral, mi primera acción, amén de santiguarme, es mirar donde se encuentra esa luz, de color rojo generalmente, para en primer lugar dirigirme hacia allí, porque sé que allí se encuentra el anfitrión de la casa, al que debo presentarle mis respetos, saludarlo y hacerle saber que sé que está ahí, aunque no lo vea, pero que noto su presencia. También puedo observar como muchos fieles que entran en dichos lugares, hacen un recorrido por las imágenes, sobre todo ante los Cristos crucificados, haciendo sus oraciones, olvidándose que aunque en la imagen parece que si está, no está, mientras que en el Sagrario que parece que no está, realmente si está.

La vela del Santísimo no es, por tanto, un simple adorno. Es un signo visible de fe, una forma de proclamar que Cristo está verdaderamente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el pan consagrado que se reserva en el Sagrario. El fuego, desde la antigüedad, representa la presencia divina, la vida y el amor ardiente de Dios. Así como la zarza ardía sin consumirse ante Moisés (cf. Ex 3,2), la lámpara del Santísimo arde ante Aquel que es el “Dios con nosotros” (Mt 1,23).

El Concilio de Trento (Sesión XIII, cap. 5) reafirmó la práctica de reservar la Eucaristía fuera de la Misa “para que el tesoro divino permanezca entre nosotros”. El Código de Derecho Canónico establece en el canon 940: “Ante el Santísimo Sacramento debe arder continuamente, al menos mientras esté reservado, una lámpara especial para significar y honrar la presencia de Cristo.”

El fuego encendido, pues, no sólo indica que el Señor está ahí, sino que le tributa adoración y honor. La lámpara se convierte en una forma silenciosa de alabanza perpetua.

La presencia del fuego en el culto tiene raíces antiguas. En el Éxodo (27,20-21), Dios ordena a Moisés que arda continuamente una lámpara ante el Arca de la Alianza, signo de su presencia entre el pueblo, “Mandarás a los israelitas que te traigan aceite puro de oliva molida para el alumbrado, para alimentar continuamente la llama”.

En el Libro de Samuel (1 Sam 3,3) se dice que “la lámpara de Dios aún no se había apagado” cuando el joven Samuel escuchó la voz del Señor. Así, la luz que arde en el templo es símbolo de la escucha y vigilancia espiritual.

Jesús mismo se presenta como “la Luz del mundo” (Jn 8,12), y nos invita a mantener encendida nuestra lámpara interior (cf. Mt 25,1-13). La lámpara del Santísimo recuerda a la comunidad esa llamada a velar y orar ante Él.

Según la tradición litúrgica, la lámpara debe ser visible, digna y colocada cerca del Sagrario. Tradicionalmente se usa aceite o cera —símbolos de pureza y sacrificio—, aunque hoy se permite el uso de lámparas eléctricas si el mantenimiento del fuego resulta difícil. Sin embargo, muchos templos conservan el uso de la llama viva, porque expresa mejor el calor del amor y la adoración.

Cada vez que un fiel entra en la iglesia y ve encendida esa luz, sabe que Jesús está allí. Esa pequeña llama nos invita al silencio, la adoración y la intimidad con el Señor. Es una llamada constante a “visitar al Amigo” que nos espera. San Manuel González, el “obispo del Sagrario abandonado”, solía decir: “Esa lámpara encendida es un corazón que arde por el Amor vivo que habita en el Sagrario.”

En un mundo lleno de ruidos y distracciones, la vela del Santísimo habla sin palabras. Enseña a las nuevas generaciones que la Iglesia no está vacía, que Cristo vive y permanece entre nosotros. Cada llama encendida es una profesión de fe, una pequeña Pascua diaria: la luz que vence a las tinieblas.

La vela del Santísimo no es una costumbre antigua sin sentido: es una profesión visible de amor y fe eucarística. En ella se une la tradición bíblica, la norma litúrgica y la devoción del pueblo. Cuando veas esa llama arder, recuerda: no estás solo; el Señor está contigo.

He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mt 28,20)